Lo que esconde la nieve || Relato (Horror)

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Imagen diseñada con Canva

Oh la nieve; tan brillante, tan cristalina, tan apacible. Nunca había visto un invierno tan cálido como este; el calor es más que fuego, más que las llamas que trepan por las paredes y carbonizan la carne. Me gusta esta brisa, me gusta el sangrado blanco de luna y las estrellas; todo es sumamente delicioso, perfecto para el compartir: frente a mí el arroyo discurre entre glaciares de peces congelados mientras la bruma gélida que viene de los pinos convierte mi nariz en un pedazo de hielo. Ni los abrigos anchos ni los guantes dobles pueden contener la fría estación decembrina de las fechas navideñas. Dicen que ésta es una época para amar y perdonar, y por eso estoy aquí, vine a acompañarte ¿pensabas que te iba a dejar sola en este noche tan preciosa?

Las lechuzas son sabias, aladas mentes de sabiduría nocturna. Me miran atentamente, inflando sus pechos con el espeso plumaje blanco que las adorna. Sus ojos son plateados como la luna que brilla sobre los árboles que las sostienen; están orando, lo sé; le oran al invierno para que dure para siempre. Mi sombra no se mueve a pesar de que mis abrigos danzan junto a la brisa escarchada. Me niego a seguir los impulsos de mis pensamientos, a pesar de que anhelo llevarte a casa conmigo. Estás solitaria, impávida; eres como las luciérnagas de cristal que iluminan las avenidas con sus destellos de colores. Estás, pero no estás, y no puedo salvarte.

Seguramente dudas de que esta noche sea preciosa, pero sí lo es mi querida amada. ¡Es igual de hermosa que todas las noches de víspera de navidad en las que vengo a visitarte! De haber sabido que este bosque era así de mágico en inverno, nunca hubiese aceptado que nos amaramos en la cabaña de tu esposo. Te asustaba el hecho de que nos encontrara en la dulce conexión de nuestros cuerpos, pero te gustaba más la idea de deshonrarlo en el mismo lecho donde le habías entregado el juramento del amor hasta la muerte. Aquí, alrededor de las lechuzas, hubiera sido un mejor lugar… lástima que la idea nunca pasó por mi mente.

Son muchas las cosas de las que me arrepiento; nunca debí entregarte lo más puro de mi ser, jamás debí sostenerte entre mis brazos y llevarte a acariciar el infierno en tus desquiciados y lujuriosos gustos. Tu piel era deliciosa, más deliciosa que las moras acarameladas. Tu sonrisa era una jauría de lobos salvajes; devorabas mi cuerpo y lo impregnabas de tu sazón rustica y amarga. Tu voz era un escalofrío doloroso para mis arterias; me suplicabas que matara a tu esposo, a ese torpe e inútil marido que solo servía para complacer tus lujosos gustos. Acepté… y ese es el error del que más me arrepiento.

Querías que lo acuchillara, que separara en secciones sus músculos y huesos. Deseabas besar sus labios, aunque con su cabeza aislada del resto de su cuerpo. Me lo imploraste, me lo pediste de rodillas. Las lechuzas retuercen sus cuellos para mirar las ardientes lágrimas que derriten la nieve de mis botas; incluso ellas saben que eras una loca, una maniática mujer con un hueco en el corazón. Te conocen más que yo porque solo sus cantos te acompañan durante la eternidad. Tu prisión es mi prisión, tu dolor y es mi dolor.

En aquella víspera de noche buena me recibiste con un cuchillo y una orden: “Clávalo en los ojos, y luego de que sufra mucho por el dolor se lo clavas en el pecho” Me entregaste el arma de tu sentencia; la hoja alargada reflejó el sudor de mis mejillas. Mis manos vibraron de miedo, pero tú las sostuviste mientras tu sonrisa salvaje intentó tranquilizarme. El beso fue el sello de nuestro trato, y aunque mis ganas por complacerte eran incontrolables mi buena conciencia me ganaba.
Pero fui allá, a la dirección que indicaste con una mordida en mi oreja. Caminé en víspera de noche buena, con mis calzones empapados y mis huesos rechinantes. Y por fin, al otro lado de la calle, en el cálido consultorio que permitía ver el ventanal, estaba tu esposo vestido de blanco; era el medico del pueblo.

Oculté el cuchillo en el bolsillo más ancho de mi abrigo, y el sonido de la campanita en la puerta alertó de mi presencia. Él estaba perdido en un arreglo de flores tropicales, tan bien conservadas como el retumbar de mi impaciencia. Acaricié la hoja filosa exagerando el frío en mis manos y me acerqué escarchando el piso con la nieve de mis botas. El esposo, aun si prestarme atención, refinaba los tulipanes con un perfume ácido pero agradable. Solo debía utilizar su despiste para matarlo a puñaladas ¿sabes qué me lo impidió? Fueron sus ojos…

Sí, sus ojos que destilaban un amor que tu no compartías. Ese hombre no era el pobre diablo que tu describías, más bien, era una hermosa joya cubierta de carne. En sus manos no había odio, solo la tierna caricia de la ilusión y la esperanza. Incluso te iba a regalar flores traídas desde el otro lado del continente, tan imposibles de cultivar en las tierras de lo que fue tu invernal compasión. Me acerqué, y olí su fragancia de naftalina. Ahora que lo pienso ¿Por qué despreciabas a tan buen hombre por un miserable como yo? Quizás esa era tu obsesión: humillar la dignidad de tus amantes. No funcionó… al menos con él. No me lo perdonarás, pero es mejor que no me lo perdones nunca.

Tu esposo, tan gentil y simpático, se ofreció a atender mi inexistente dolor de muelas que sirvió de excusa para evitar el asesinato. Me dio té para sacar el frío de mi boca, e incluso masajeó mis hombros para relajar los nervios que sus ojos hermosos habían captado en mis músculos. Luego me contó sobre el porqué de aquel ramo de flores tropicales, traídas al norte por los invernaderos más exclusivos. Dijo que tú lo merecías todo porque le recordabas a su madre, a la mujer que le otorgó la suma de sus riquezas. Para colmo, me preguntó si yo había amado a una dama con tanta pasión, y le dije que sí, pero que eso me estaba llevando a la muerte. Reímos, y sin esperarlo nos embriagamos con un ron europeo que, según tu esposo, también servía para el dolor de muelas.

Volví a la cabaña con el cuchillo igual de limpio como me lo entregaste. Eso te enfureció, pero no más que lo que te dije después. Absorto en mis pasos borrachones, confesé a los invernales vientos la oscuridad de tu corazón. Arrojé el cuchillo maldiciéndote como la peor de las mujeres, y me prometí nunca volver a verte. Suplicaste para que no me fuera aun sabiendo que tu esposo estaba a punto de llegar, y te ignoré, a ti y a tus lágrimas… pero no al inesperado cuchillazo con el que me despediste. Por suerte el filo se atascó entre mis gruesos abrigos y pude responder milagrosamente con un empujón.

No te rendiste, y volviste a tomar la navaja para acuchillarme los ojos. Agujereaste mis manos cuando intentaba detenerte, y la sangre que chispeaba de ellas enmascaraba tus ojos de una lujuria exótica. En ese instante deseé que acabaras con mi vida, que me envolvieras en la pasión sangrienta de tus chillonas carcajadas. Estuviste a punto de hacerlo de no ser por tu esposo, que apareció detrás de ti para quebrar su ramo de flores en tu cabeza. Los tulipanes absorbieron el vino de tu herida, y el perfume ácido de sus pétalos impregnó la cabaña cuando tu pecho dejó de agitarse. Ahí, querida, fue el fin de tus locuras.

Como desconocidos incomprendidos, dolidos por la pena del amor y la traición, llegamos a un acuerdo en tu honor. Dejaríamos la infidelidad para otro momento, y sepultaríamos tu cuerpo en un lugar bonito. Yo elegí el arroyo, el aceptó porque nadie lo visitaba. Yo abrí el hoyo, él estimó la profundidad de la fosa. El ramo de flores ensangrentado te acompañó en el inesperado sepulcro, y con el tatareo de Beethoven inundamos tu cadáver en la tierra y la nieve. A espaldas del médico dejé tus engarruñados dedos afuera, ocultados por una ligera escharcha nevada. Aun muerta necesitaba ver algo de ti… algo que me recordara tu piel más deliciosa que las moras acarameladas.

Tu esposo dejó el pueblo, preocupado en su propio remordimiento. Yo en cambio, vengo a visitarte para recordar lo felices que fuimos. Disculpa si solo es en vísperas de noche buena, pero debes entender que los vivos tienen ocupaciones indispensables. Me acerco a ti para desapartar la nieve y besar tus engarruñados dedos. Están fríos y morados, pero al menos puedes sentir la belleza de la noche que te rodeará hasta el fin de la eternidad.



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