[ESP-ENG] Ecos de la conciencia // Echoes of Consciousness


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Ecos de la conciencia

No recuerdo el impacto que sufrí, solo la oscuridad que le siguió. Un velo de sombras cayó sobre mí y el mundo que conocía desapareció. Ahora yacía inmóvil, mi cuerpo, una prisión de carne y hueso, mi mente, sin embargo, tan despierta como el pájaro más madrugador.


Los días en el hospital se mezclaban, marcados únicamente por las visitas médicas y los susurros. El olor a desinfectante y alcohol unido con la monotonía del zumbido de las máquinas se había convertido definitivamente en mi compañero constante. Siempre imaginé que la habitación era pequeña, con paredes de un blanco clínico que absorbía la luz. Que las cortinas permanecían cerradas, como si el mundo exterior no tuviera cabida en mi prisión de sábanas pálidas.


A través de los susurros, aprendí a distinguir el amor de la lástima, la sinceridad del engaño. Y fue un susurro, uno cargado de veneno y traición, el que me reveló la verdad más oscura: mi hermano, mi sangre, había tejido la tela de mi desgracia.


Las razones eran tan oscuras como imaginaba la habitación en la que yacía. Él hablaba de dinero, de poder, de liberarse de la sombra de su hermano mayor. Yo, que siempre le había protegido, era ahora su víctima, un estorbo para sus planes.



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Pasaba el tiempo y, con cada visita, su actuación resultaba más convincente. Pero yo sabía que era un hipócrita, y mientras él pensaba que me tenía atrapado en un sueño sin fin, mi mente trabajaba, buscando una salida.


Fue entonces cuando ocurrió algo inesperado. Una enfermera, movida por un impulso, colocó un lápiz en mi mano y presionó mi dedo contra un trozo de papel. Mi dedo se movió. Era leve, apenas perceptible, pero era un movimiento. Día tras día, seguí practicando en secreto ese leve movimiento y se convirtió en mi voz, mi grito de libertad.


Con cada marca en el papel, le contaba mi historia a ella. La historia de un hombre que escuchaba, que luchaba por despertar de la pesadilla en la que le había sumido su hermano.


Cuando la última pieza del rompecabezas estaba lista para ser revelada, y mi cuerpo se dio cuenta de que era hora de unirse a la batalla. Mis ojos se abrieron y el mundo que me habían robado volvió a enfocarse.


Pero no era mi hermano quien estaba a mi lado en ese momento, sino la enfermera y la policía. Con mi testimonio, habían descubierto su plan y lo habían detenido tratando de escapar. Mi hermano, el artífice de mi coma, debía ahora rendir cuentas ante la justicia.


En su intento de enterrarme en la oscuridad, había encendido una luz que me devolvió a la vida. Y mientras la habitación del hospital se llenaba de luz y de gente, me di cuenta de que mi viaje no había terminado. Había comenzado.


Supe que la relación familiar se había fracturado irremediablemente cuando su mirada de incredulidad y odio se cruzó con la mía mientras la policía lo sacaba esposado de la habitación. Mi hermano, tenía que afrontar las consecuencias de sus actos.


En el juicio se acumularon las pruebas: desvíos de sumas importantes de dinero de las empresas, grabaciones, mis notas escritas en secreto pidiendo ayuda, los testimonios de las enfermeras que habían notado su nerviosismo. Mi hermano ya no podía negar su traición. Sus ojos, antes llenos de confianza, reflejaban ahora miedo y culpabilidad.



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La sentencia fue despiadada, le condenaron a cincuenta años entre rejas, lejos de la luz del sol que yo había recuperado tras salir del hospital. Incluso en su confinamiento, su odio no disminuyó. Un par de visitas a la cárcel me mostraron lo que realmente era él, un monstruo que me señalaba como la causa de su caída, aunque todos sabían quién tejió la red de mentiras y engaños.


La vida continuó para mí. Aprendí a caminar de nuevo, a ver el mundo con nuevos ojos. Su traición dejó cicatrices, y también una férrea determinación. Me convertí en un defensor de la justicia, un hombre que no permitiría que las sombras se cerrasen sobre los inocentes.


Un día recibí una carta; la letra temblorosa era inconfundible. Él, desde su celda, pedía perdón, expresaba que había visto la verdad, que su odio se había convertido en remordimiento. Me costaba creerlo, en aquella carta encontré esperanza.


Entonces visité la prisión, estaba más delgado, su pelo canoso. Pero sus ojos, esos mismos ojos que habían conspirado contra mí, estaban ahora llenos de lágrimas. Me pidió perdón una y otra vez. Y en ese instante, tomé una decisión.


No podía olvidar, pero podía perdonarlo. No por él, sino por mí, la venganza únicamente perpetuaría el ciclo de oscuridad. Así que extendí mi mano a través de los barrotes, y él la tomó con fuerza. Ya no éramos los mismos hermanos de antes, pero tal vez, quizá, podríamos encontrar una forma de sanar juntos.



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Y así, en la penumbra de aquella prisión, comenzó un nuevo viaje, de redención y perdón, en el que los susurros en la oscuridad se convirtieron en palabras de esperanza.


Fuente de las imágenes
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Echoes of Consciousness

I don't remember the impact I suffered, only the darkness that followed. A veil of shadows fell over me and the world I knew disappeared. Now I lay motionless, my body, a prison of flesh and bone, my mind, however, as awake as the earliest bird.


The days at the hospital blended together, marked only by doctor's visits and whispers. The smell of disinfectant and alcohol coupled with the monotony of whirring machines had definitely become my constant companion. I always imagined that the room was small, with walls of clinical white that absorbed the light. That the curtains remained closed, as if the outside world had no place in my prison of pale sheets.


Through whispers, I learned to distinguish love from pity, sincerity from deceit. And it was a whisper, one laden with venom and betrayal, that revealed to me the darkest truth: my brother, my blood, had woven the fabric of my disgrace.


The reasons were as dark as I imagined the room in which I lay. He spoke of money, of power, of freeing himself from the shadow of his older brother. I, who had always protected him, was now his victim, a hindrance to his plans.


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Time passed, and with each visit, his performance became more convincing. But I knew he was a hypocrite, and while he thought he had me trapped in an endless dream, my mind worked, looking for a way out.


It was then that something unexpected happened. A nurse, moved by an impulse, placed a pencil in my hand and pressed my finger against a piece of paper. My finger moved. It was slight, barely perceptible, but it was a movement. Day after day, I kept secretly practicing that slight movement and it became my voice, my cry for freedom.


With each mark on the paper, I told my story to her. The story of a man listening, struggling to wake up from the nightmare his brother had plunged him into.


When the last piece of the puzzle was ready to be revealed, and my body realized it was time to join the battle. My eyes opened and the world that had been stolen from me came back into focus.


But it was not my brother who was by my side at that moment, but the nurse and the police. With my testimony, they had discovered his plan and had stopped him trying to escape. My brother, the architect of my coma, now had to be brought to justice.


In his attempt to bury me in darkness, he had turned on a light that brought me back to life. And as the hospital room filled with light and people, I realized that my journey was not over. It had begun.


I knew that the family relationship had been irreparably fractured when his look of disbelief and hatred met mine as the police led him out of the room in handcuffs. My brother, he had to face the consequences of his actions.


At the trial, the evidence accumulated: diversions of large sums of money from the companies, recordings, my secretly written notes asking for help, the testimonies of the nurses who had noticed his nervousness. My brother could no longer deny his betrayal. His eyes, once full of confidence, now reflected fear and guilt.



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The sentence was merciless, he was sentenced to fifty years behind bars, far from the sunlight I had regained after leaving the hospital. Even in his confinement, his hatred did not diminish. A couple of prison visits showed me what he really was, a monster who pointed to me as the cause of his downfall, even though everyone knew who wove the web of lies and deceit.


Life went on for me. I learned to walk again, to see the world with new eyes. His betrayal left scars, and also a steely determination. I became a defender of justice, a man who would not allow the shadows to close in on the innocent.


One day I received a letter; the trembling handwriting was unmistakable. He, from his cell, asked for forgiveness, expressing that he had seen the truth, that his hatred had turned into remorse. I could hardly believe it, but in that letter I found hope.


Then I visited the prison, he was thinner, his hair graying. But his eyes, those same eyes that had conspired against me, were now filled with tears. He apologized to me again and again. And in that instant, I made a decision.


I could not forget, but I could forgive him. Not for him, but for me, revenge would only perpetuate the cycle of darkness. So I reached out my hand through the bars, and he took it tightly. We were no longer the same brothers as before, but maybe, maybe, we could find a way to heal together.



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And so, in the gloom of that prison, a new journey began, one of redemption and forgiveness, in which whispers in the darkness became words of hope.


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