Juan olvidó sonreír, o tal vez nunca supo cómo hacerlo. Tenía una vida solitaria desde que su esposa murió y sus hijos literalmente huyeron de él.

Cada mañana se levantaba y con el ceño fruncido se paraba en la puerta de su casa a tomar café tinto y a gruñirle un saludo a todo el que pasaba caminando por la calle.

Vivía en una bonita casa en los suburbios de la ciudad. Era agradable vivir en aquel lugar, pero para ir al banco, poder hacer sus compras de vieres y buscar lo necesario para el mes, debía ir a la ciudad.

La madre de Juan, era una anciana que vivía con su hija mayor en un pequeño apartamento en el centro la ciudad. Así que una vez al mes, Juan encomendaba su casa a las ánimas benditas y se iba a pasar el día con su madre y hermana, dormía en el viejo sofá y al día siguiente regresaba a su casa.

No le gustaba pasar mucho tiempo lejos de su hogar, por temor de que alguien entrara y se llevara sus pertenencias. Si algo odiaba Juan en la vida era perder y solamente la idea de que alguien se llevara lo que consiguió con tanto esfuerzo lo volvía loco.

Una tarde, llegó una vecina para comunicarle que en el abasto de la esquina, donde estaba el único teléfono de todo el pueblo, habían recibido la llamada de su hermana anunciando que su madre estaba ingresada en el hospital con una crisis de asma y que necesitaban apoyo.

Juan palideció, no solo por la notícia de que su madre estaba enferma, también le aterraba la idea de dejar su casa sola nuevamente. Agradeció a la vecina, que realmente vivía a varias cuadras y le pidió encarecidamente que mantuviera en secreto esta información. La vecina le guiñó el ojo y prometió no compartir con nadie que él saldría unos días. Aquel pueblo era tranquilo, pero la maldad y los amigos de lo ajeno siempre estaban rondando.

El hombre preparó un altar para las ánimas benditas. Buscó una vela del cajón del mueble de la sala y un vaso de cristal lleno de agua hasta la mitad, un pequeño plato con una cucharada de aceite y se dispuso hacer una oración. Fue más como una súplica. Imploró a las ánimas que alejaran a todo aquel que tuviese las intenciones de meterse a su casa durante su ausencia. Tomó su mochila y partió con la oscuridad de la noche, así nadie lo vería salir.

La madre de Juan pasó 3 días ingresada y durante ese tiempo, el hombre no dejó de sentir un nudo en el estómago mientras repetía sus súplicas a las ánimas: "alejen todo el mal de mi casa"

El lunes al medio día, Juan ya había llegado al pueblo. Todo estaba tal cual lo dejó. Un sentimiento, tal vez alivio, llenó su pecho.

Después del almuerzo, salió con su taza de café y el ceño fruncido a la puerta de la calle. Entonces pasó un vecino en bicicleta y después de saludarlo le gritó: "buena fiesta!".

Juan no entendió nada, y se repitió para sí mismo que la locura de la juventud de hoy en día no tenía sentido. Dio un sorbo más a su café y vió que su vecino de la casa de en frente cruzaba la calle para saludarlo. Pensó en evadirlo pero estaba aburrido y se quedó para al menos trazar palabra con alguien.

El vecino le comentó que estaba muy molesto por ruido de la fiesta. Juan estaba confundido, no sabía de qué hablaba.

-Sus invitados hablaban muy fuerte, cantaban y se veían las sombras a través de las cortinas de las ventanas. Duraron 3 noches seguidas con ese escándalo- Dijo molesto el vecino.

Juan no podía creer lo que escuchaba. Sus oraciones fueron escuchadas y las ánimas benditas custodiaron la casa durante su ausencia.