Al planeta azul acuden diariamente cientos de miles de turistas. Probablemente, se ha convertido en el mayor parque temático del universo, una gran atracción que nadie, si no está enajenado, quiere perderse.

Desde la lejanía, cerca de la nebulosa verde, se observa el constante ajetreo formado por los cientos de naves que azulan o despegan del planeta; 33 horas al día, los 152 días de la semana.

El espectáculo más esperado, sin duda, es el ofrecido por la gran ballena. Adquirir un ticket está fuera del alcance de la mayoría de los visitantes. Formar parte del selecto grupo de visitantes tiene su precio.

Esto no debería de extrañar a nadie. La gran ballena sólo es visible con la marea baja, un fenómeno que ocurre una de cada 33 horas. Durante los pocos instantes que dura la bajamar se puede ver, como digo, suspendida en el aire a la gran ballena, rodeada de todo tipo de inmutables animales marinos. Quieta, inmóvil. Hasta que vuelve a desaparecer tragada por las aguas del mar.

Sólo, de vez en cuando, el llanto de un niño recuerda el origen de esta verbena. Hace unos lustros, un equipo de expertos, los mejores decían, se atrevió a jugar con el tiempo. Aseguraron que eran capaces de detener el tiempo, prometieron la vida eterna.

El Planeta azul se convirtió en su gran laboratorio. El día señalado, un zumbido cubrió la superficie azul y se detuvo el tiempo. Los seres vivos se petrificaron, se paró el tiempo para ellos. Desde entonces, la estrella del parque temático, la gran ballena, permanece inmóvil, en un salto eterno.

Quieta la vida, que no muerta, cesó la vibración y sin vibración, cesó la música, esa música que sólo unos pocos seres son capaces de sentir: la melodía de la vida.

Sólo, de vez en cuando, ese terrible silencio provoca el llanto de un niño.