Hispaliterario 33: 33 veces / 33 times

El río estaba revuelto como los últimos 33 días. Sus aguas oscuras reflejaban las estrellas como cocuyos ahogados. El viento susurraba entre las ramas de las tecas y los morichales, como un lamento lejano.

Gandola se sentó en la orilla, con el náilo entre sus callosas manos. Sus ojos, cansados y opacos como el río, se perdían en la vastedad nocturna. 33 noches había acudido al mismo lugar, con la misma ilusoria esperanza. 33 noches en las que el silencio solo se rompía por el chapoteo de la plomada al hundirse en el agua.

No sacaba nada. Bebía de la carterita y escupía chimó. Su cuerpo acusaba deshidratación. Todos en el caserío hablaban de él. Algunos comentaban lo tonto que era por pescar con el río revuelto, para otros era una promesa que estaba pagando.

Cada noche, al lanzar el náilo, lanzaba también su memoria a las profundidades del río. La línea se tensaba, vibrando con la fuerza de sus emociones. Una cachama, un bagre, cualquier criatura que picara el anzuelo, alimentaba la esperanza de su alma.

33 noches seguidas había sacado el anzuelo vacío. 33 noches en las que el pasado se negaba a emerger. Gandola respiró, confiado esperaba que el pez ajilara y poder saber de dónde venía y hacia dónde ir. En la noche 33 su esperanza era mayor, su cuerpo no podría soportar más.

De pronto, el náilo se sacudió violentamente. Gandola sonrió y con fuerza forcejeo para poder sacar el pescado que tanto anhelaba. Jadeaba, sudando bajo la luz plateada de la luna. La línea vibraba como una cuerda de guitarra, a punto de romperse.

Y entonces, con un último tirón, el pez salió del agua. Una forma brillante, iridiscente, que brillaba con la luz de las estrellas. Gandola lo miró con los ojos abiertos de par en par. Era un recuerdo, un momento perdido de su infancia, un instante de alegría pura que había quedado atrapado en las aguas del río.

Con manos temblorosas, desenganchó el recuerdo del anzuelo. Lo miró un instante más, absorbiendo su luz, su calor, su vida. Y luego, con un gesto reverencial, lo dejó caer de nuevo al río.

El recuerdo se hundió en las aguas, dejando una estela luminosa que se difuminó en la oscuridad. Gandola se quedó solo en la orilla, con las manos vacías. El ritual había funcionado. La memoria que perdió apostando con los espíritus ya comenzaba a recuperarse.

Se levantó, con la mirada serena y el corazón ligero. 33 noches había tardado en encontrar lo que buscaba. 33 noches que habían valido la pena. Ya no necesitaba volver al río. Ya no necesitaba pescar recuerdos. Porque ahora, en su corazón, la memoria fluía como un río caudaloso, inagotable y luminoso.

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33 times

The river was churning as it had been for the past 33 days. Its dark waters reflected the stars like drowned cocuyos. The wind whispered through the branches of the teak and morichal trees, like a distant lament.

Gandola sat on the shore, holding the nylon in his calloused hands. His eyes, tired and opaque like the river, were lost in the vastness of night. Thirty-three nights he had come to the same place, with the same illusory hope. 33 nights in which the silence was only broken by the splash of the plumb line sinking into the water.

I got nothing. He drank from the small wallet and spit out chimó. His body showed signs of dehydration. Everyone in the hamlet talked about him. Some commented on how foolish he was for fishing in the troubled river, for others it was a promise he was paying for.

Every night, as he cast the nylon, he would also cast his memory into the depths of the river. The line would tighten, vibrating with the force of his emotions. A cachama, a catfish, any creature that took the bait, fed the hope of his soul.

Thirty-three nights in a row he had pulled out the empty hook. 33 nights in which the past refused to emerge. Gandola breathed, confident, he hoped that the fish would hook and he would know where he came from and where to go. On the 33rd night his hope was greater, his body could not take any more.

Suddenly, the nailo shook violently. Gandola smiled and struggled to pull out the fish she longed for. He panted, sweating under the silver moonlight. The line vibrated like a guitar string, about to break.

And then, with a final tug, the fish came out of the water. A shimmering, iridescent form, it glistened in the starlight. Gandola looked at it with wide eyes. It was a memory, a lost moment from his childhood, an instant of pure joy that had been caught in the waters of the river.

With trembling hands, he unhooked the memory from the hook. She gazed at it a moment longer, absorbing its light, its warmth, its life. And then, with a reverential gesture, he dropped it back into the river.

The memory sank into the waters, leaving a luminous trail that faded into the darkness. Gandola stood alone on the shore, empty-handed. The ritual had worked. The memory he had lost gambling with the spirits was already beginning to recover.

He stood up, his eyes serene and his heart light. It had taken him 33 nights to find what he was looking for. 33 nights that had been worth it. He no longer needed to go back to the river. He no longer needed to fish for memories. Because now, in his heart, memory flowed like a mighty river, inexhaustible and luminous.

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