The pine forest - El bosque de pinos

Muchos años atrás, cuando mis viajes por la Patagonia eran frecuentes, visitaba con regularidad a varios amigos que la pesca con mosca me otorgó el placer de conocer y compartir momentos que se transformaron en inolvidables.

Qué es la vida sino una suma de momentos, algunos de gran felicidad y otros de tristeza, desazón o angustia. Gracias a algún mecanismo de autodefensa del cerebro, recordamos más habitualmente los momentos felices y esta anécdota hace honor a ellos.

En los comienzos del siglo actual las redes sociales no existían y los navegadores de internet estaban en una primera etapa de su desarrollo, las páginas web eran estáticas o con muy poca interacción con los visitantes. En aquel momento la mejor forma de comunicar a un grupo afín de personas eran las listas de correos y gracias a una de ellas a la que se había bautizado con el nombre de “fogón mosquero” fue que conocí a tantas personas que tenían la misma pasión que yo por esa actividad.

Había gente de varios países, por supuesto y principalmente de Argentina, pero también de Chile, Uruguay, Brasil, México, Estados Unidos y hasta un italiano y dos españoles. A propósito de ello hace ya varios años que no mantengo contacto con la gran mayoría de esas buenas personas, por diferentes motivos nos fuimos alejando, algunos lamentablemente fallecieron. La lista de correos funcionó durante algunos años, pero después se fue apagando, reemplazada por alguna red social que nunca resultó lo mismo.

Entre los más locuaces y versados se encontraba un querido amigo ya fallecido que conocía todos los sitios y recovecos de esa inmensa tierra patagónica, no solamente la parte más bella cercana a la cordillera de los Andes sino también la zona árida y desértica, barrida por vientos brutales y escasa hasta lo indecible de habitantes.

El amigo en cuestión se llamaba José Luis al que apodábamos “el potro” por su carácter indomable y su fortaleza sin igual. El fue el primero que me mencionó el bosque de pinos en las inmediaciones de la laguna la Zeta.

Según sus palabras corrían importantes rumores de que estaba habitado por duendes que custodiaban el interminable monte cubierto de altas y fuertes coníferas y gran cantidad de piñas que tapizaban el suelo, un lugar mágico en el que era sencillo perderse, incluso se afirmaba que algunos desprevenidos y sin experiencia en senderismo habían entrado y jamás volvieron a salir.

Con la misma convicción se decía que aquellos que pretendieron dañar alguno de esos árboles, quizás encender un fuego para calentarse en una noche helada o simplemente para cocinar algo para comer, eran castigados por los duendes, dependiendo de la gravedad del hecho, tendrían graves consecuencias, llegando hasta la desaparición de la persona para siempre.

Tal era la fama tenebrosa del lugar que pocos se animaban a ingresar más allá de unos pocos metros y en cada caso se afirmaba con absoluta convicción que se observaban movimientos rápidos y nerviosos de los pequeños seres mágicos custodios del pinar.

Con el paso del tiempo y gracias a algunos valientes senderistas que tomando todas las precauciones del caso se animaron a adentrarse más y más, el rumor cambió para pasar a otro más creíble, parecería que los dueños de la estancia donde se encuentra ese enorme bosque habrían lanzado la leyenda muchos años atrás para ahuyentar a los intrusos y fundamentalmente evitar el vandalismo e incendios que destruyen a su paso años de crecimiento y cuidado. El dueño original de la estancia había fallecido muchos años antes y habría sido el autor de la leyenda de los duendes cuidadores, sus descendientes se ríen de aquella idea, aunque reconocen que dio grandes resultados, por decenios ningún acampante ni senderista se animó a penetrar en la zona y por ello hoy el lugar es tan extenso y tan lleno de vida; no han sufrido esos devastadores incendios que si han arrasado otros sitios similares.

Lo que tampoco se ha comprobado jamás es que hayan desaparecido personas, probablemente fue una exageración adicional o una tergiversación de algún hecho aislado, lanzado vaya a saber por quien pero que muy probablemente incidió en el miedo y las precauciones que por tantos años mantuvo al lugar casi sin visitantes.

Junto a mi amigo Horacio, este último noviembre recorrimos un pequeño sector del pinar y disfrutamos de los olores, del color, de la paz y la tranquilidad que el contacto con la naturaleza y el bosque otorga siempre a los visitantes.

No vimos ningún duende aunque estuvimos atentos a cualquier movimiento, si observamos algunas liebres y un pequeño armadillo, quizás esos pequeños seres hayan sido los duendes del pasado.