Sentado en el porche de la casa observa el cielo lleno de estrellas. Medita en lo infinito del espacio y en la lejanía de las luces que titilan permanentemente.

Fija la mirada en un ángulo de 45 grados y ve a tres de ellas formar un triángulo equilátero perfecto. Pensó, «es una pareidolia, una ilusión, solo un engaño de mi mente.»

Aunque estas parecen pequeños granos de lentejas brillantes, estimó que serían tan grandes, o más, que el mismo sol. Recordó, sin apartar la mirada, la clase de astronomía recibida en la visita al planetario del gran parque. El anfitrión en la medida en que la cúpula celeste artificial rotaba, comentaba los datos y la configuración de las constelaciones.

Sin embargo, el triángulo rompía con el esquema, así que bromeó consigo mismo, y bautizó una nueva constelación con su nombre.

De repente, la estrella más al norte avanzó con una velocidad constante hasta cruzar el centro de la recta imaginaria formada por las otras dos, perdiéndose entre millares de centelleantes. Con asombro llamó en voz alta a su madre mientras otra ejecutaba la misma maniobra en dirección contraria.

Volvió a llamar pidiendo se apresure cuando la última de las supuestas estrellas, empezó la marcha. Su mamá al llegar volteó la vista en dirección a donde él le señalaba, exclamando, «¡que hermosa estrella fugaz!»

Atónito la mira contestándole, «¡que va mamá! ¡Cuando se ha visto tres estrellas fugaces coordinándose!»

La mujer en tono despreocupado y entre sonrisas le dijo que no ha perdido la imaginación, dando la vuelta adentrándose de nuevo en la casa.

Un fuerte pellizcó auto infringido, le confirmó que no estuvo soñando. Fue testigo de un encuentro lejano del primer tipo. Claro, ¿quién le iba a creer? Ni su madre, que vio la escena final. Quizás las estrellas no estaban tan lejos como él creía, ¿O sí? Desde entonces cada vez que puede, escudriña el cielo nocturno en busca de aquellos artefactos. Tal vez, era una señal para él, un mensaje para un encuentro más cercano por vivir.