Yo me quedé pensando en las mujeres que han perdido todo

avatar
(Edited)

image.png
Fuente

Yo me quedé pensando en las mujeres que han perdido todo

     Eso fueron más de tres mil muertos por el desbordamiento de los ríos. Nosotros, mi hijo, mi cuñada y yo nos salvamos porque un vecino tumbó la puerta y nos avisó de la crecida. Subimos al segundo piso de la casa para esperar que las aguas terminaran de descascarar al mundo o Dios nos regalara otra oportunidad.

     Mi hijo gritaba, por ratos más fuerte que los truenos y cuando se callaba, llorábamos nosotras y también lo hacíamos más fuerte que la lluvia; y cuando todos estábamos callados, se volvían a escuchar los truenos como si a cada uno le tocara su turno y así se prolongaban los ruidos en la noche, que cada vez eran más gelatinosos; tanto que se le pegaban al viento y lo volvían espeso, y por eso el eco de nuestro auxilio no llegaba a donde hubiera alguien que pudiera salvarnos y porque, además, cada quien estaba en la gelatina de sus propios temores.

     Cuando el agua se tragó el primer piso de la casa, hacía rato que la oscuridad nos había tragado para el mundo y que el miedo era el bulto que mirábamos el uno en el otro. Recuerdo que alcé a mi hijo y se lo ofrecí a Dios porque como era un ángel, podía hacer que le brotaran sus alitas y se lo llevara con su luz; se lo ofrecí porque no quería que un relámpago me lo arrancara, porque no aguantábamos la incertidumbre, porque el grito de los vecinos tampoco se aguantaba, porque sabíamos que a muchos se los había llevado el río; muchos se fueron en su últimos sueños; otros, obligados por las corrientes, la mayoría se fueron en sus propios casas, con sus propios corotos, río abajo, verdaderamente con el agua al cuello.

     Nosotros estuvimos hasta las seis de la mañana esperando la muerte, pero el agua no nos devoró, nos rescataron; yo no pude sostener a mi hijo, lo entregué y dije "Dios mío, perdóname porque se lo estoy entregando a un desconocido", pero no me lo robaron como a las otras madres que se los robó el río; cuando crucé la desgracia, me lo devolvieron.

     Nadie contó a los muertos, echaron al hoyo al que encontraron y al olvido a quienes se salvaron. Nos prometieron muchas cosas, pero más fácil se rompe una promesa del gobierno que las mismas piedras que cedieron el paso de la inundación. Perdimos las casas, la familia, por un momento hasta la esperanza; los que quedamos tuvimos que conformarnos con estar vivos, porque tampoco nos contaron, porque no interesaban las cifras alarmantes; para qué preocupar al país con la muerte de sus paisanos como si nosotros no fuéramos Colombia, como si nuestras casas no fueran Colombia, como si nuestra desgracia no fuera de Colombia. Este es mi país, aquí quiero morir, pero no arrastrada por la indiferencia política de los gobernantes; yo soy Colombia y creo que merezco que se me escuche, que mi voz, junto a las de tantos que perdimos todo, no solo se vuelva eco en los oídos del presidente y de sus ministros.

000

     Poco después de narrarme su historia, Isabel me sirvió más chocolate; yo la miraba y no sabía qué decirle, me había enmudecido su tragedia y para que moviera mi boca me sirvió de su arroz y del resto de su albondiga, "coma", me dijo, "que no solo sé compartir lo malo"; y en la grandeza de su humildad y de su afán de servirme, como aprovechando una nueva oportunidad de humanidad, me dijo que contara lo que me contó.

     Yo me quedé pensando en las mujeres que han perdido todo, pero que mantienen la coraza y la fuerza para levantar al mismo mundo; como mi madre, que a trasnocho limpio levantó siete hijos, como las tantas mujeres de Venezuela que viviendo la más terrible crisis económica luchan por la sobrevivencia de su familia; como todas las mujeres del mundo que con una tenue sonrisa han levantado más que cualquier político, que con una sola palabra han conquistado reinos, que con algo más de voluntad han salido del lodazal con que tanto empeño los humanos las hemos embarrado.

     Para entonces me encontraba en la selva, en Mocoa, capital del departamento de Putumayo, Colombia; eso fue en enero del 2019 cuando Isabel me había regalado esta crónica que refería su versión sobre La tragedia de Mocoa; me la regaló como se regala un tesoro que ya no se desea porque posee alguna maldición. Recuerdo que cuando se retiró a su cuarto y apagó su luz, yo abrí los ojos para empezar a escribir, pero no pude porque descubrí que mis manos estaban llenas de lágrimas, que mi cuerpo había estado llorando y que debía esperar, como ella hizo, para poder quitarse este enorme peso de encima.


Gracias por su gentil lectura
Jesús Pérez Soto



0
0
0.000
2 comments