Daniel Santos (de los Santos, en su nombre original) estará siempre resonando en nuestra alma caribeña, marcada por la nostalgia del amor y la voz de la tierra y su bella gente, “ciudadanía noble / que gana el pan con sudor”, como compuso Tite Curet y cantó Ismael Rivera. El año pasado, por esta fecha, le dediqué este post. Esta vez intenté una microficción, nutrida de información conocida y recogida en varias fuentes, en la que imagino una escena que podría haber sido realidad en la vida del gran cantante portorriqueño y latinoamericano.

Había estado bebiendo toda la noche en aquel botiquín del Viejo San Juan con sus también viejos amigos. Entre las volutas del humo del cigarrillo, el rancio olor a humedad y el aroma del añejo licor, y pasando de un bolero a una guaracha, recordó sus años de limpiabotas, la recluta, sus inicios con el gran maestro Pedro Flores, los tantos amoríos y despedidas, los viajes de trabajo y placer, y ahora esa fría soledad… Pero ya estaba cansado y se fue al hotel; quiso irse caminando y solo.

Tropezando en los escollos de las aceras, dando algunos tumbos, entre las sombras de un rincón, una silueta de mujer morena de ojos radiantes y una larga cabellera negra se presentó a su vista un poco borrosa. Limpió sus lentes. “¿Linda?”, soltó. “¿Qué haces aquí después de tanto tiempo sin verte, sin saber de ti?”. Una luz de un vehículo trasnochado lo obnubiló, y ya no vio a la mujer.

Continuó a traspiés, bajando las empinadas y sinuosas calles, como las caderas de aquella mujer que retornaba a su imaginación deseosa. Sonaron las campanadas del viejo reloj de la catedral. No las pudo contar, pero supo que avanzaba la medianoche, con su misterio tan ligado a los placeres del cuerpo, al pecado. “Virgen de medianoche”, musitó, y, con voz queda y entrecortada, cantó: “señora del pecado”, “cubre tu desnudez”, “escucha mi rezo de amor”.

La madrugada lo encontró acostado en el banco de la plaza, como ángel caído, rodeado de los realengos perros de la noche.