La sopa de pan (Vida Personal)

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Mi abuela fue una guerrera, de esas que dan la espalda a las necesidades y hacen uso de la creatividad y las ganas para sobreponerse a los sinsabores de la vida.

Sin formación académica, algo normal a comienzos de siglo en niños cuya familia era económicamente de bajos recursos y con las limitaciones que la época colocaba a las mujeres, cuyo papel principal y obligado era ser ama de casa.

Creció a las orillas del lago, en el sector cotorrera y contrario a la mayoría no siguió los pasos de dedicarse a las actividades relacionadas con la pesca.

Cuando la conocí ya era una anciana de pelo blanco y tuve la suerte de convivir con ella 9 años de mi vida, ya que mis padres vivían al lado de su casa.

Hay muchos recuerdos de ese entonces pero les hablaré del más humilde o estrambótico para algunos, el que resultó mi preferido por muchos años aunque a la mayoría de la prole no le gustaba, la sopa de pan.

Las estrecheces económicas obligaban a muchos a inventarse formas de cumplir con el santo deber de comer y en mi ingenuidad en ese entonces pensaba que ese plato con el que me deleitaba en el almuerzo durante varios días a la semana era cocinado por gusto propio y no porque no existían maneras de hacerla de otra manera y en vez de pan echarle carne, pollo o pescado.

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Lo cierto del caso es que dado que las verduras y hortalizas era lo más económico y el pan duro, que ya no se podía vender, se lo regalaba un par de ancianas italianas que vivían cerca y tenían una panadería, mi abuela como toda una chef se metía en el cuarto o enramada que cumplía las veces de cocina, montaba una olla de tamaño extra familiar con agua y le ponía una tapa, antes de eso prendía los carbones, que habían sustituido hacía poco tiempo la leña, y se ponía picar en el mesón del patio interior los ingredientes vegetales que le pondría.

En muchas ocasiones me sentaba a contemplarla, hacia las cosas con paciencia o tal vez de acuerdo a sus limitaciones. Nunca me dejó usar el cuchillo ni me permitió entrar a donde cocinaba, a pesar que cuando ya tenía como ocho años le suplicaba que me dejara por lo menos soplar los carbones.

Cuando el agua estaba caliente le echaba todo lo que había picado más sal y volvía a taparla y mientras todo hervía y mezclaba sus sabores, realizaba la tarea de picar el pan, en tres o cuatro trozos cada uno.

El tiempo de cocción dado lo rudimentario del carburante para el calor era largo y estaba aromatizado por el constante soplar a los carbones y uno que otro cigarrillo que ella fumaba con la candela para adentro.

Llegado el momento determinado por su sabia experiencia, le echaba el pan y en ocasiones unos fideos chiquiticos que vendían a granel en el mercado y que ella compraba en la tienda de la esquina de Santa Rita con la calle San Benito, a donde caminaba diariamente y le fiaban. Nosotros vivíamos en la Avenida 8A entre las calles Zaragoza y la anterior nombrada.

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El tiempo de cocción hora era menor, de tal modo que el pan quedara en trozos y no se disolviera.

En muy raras ocasiones, uno que otro puñado de arroz de piquito que usaban para alimentar las gallinas.

Cuando tocaba ese menú en fin de semana yo era el primer comensal y en las otras ocasiones llegaba como gacela huyendo de león y sin pedir bendición ni nada me sentaba en la mesa a esperar mi plato hondo de peltre repleto con sopa y trozos de pan.

Yo era su consentido y siempre repetía ante los reclamos de mi mamá y el apoyo de mi abuela que le decía.

-Dejálo que coma que bastante hambre pasasteis vos.

Todavía tengo la costumbre de echarle pan a la sopa.



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2 comments
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Me ha encantado tu relato, las historias de las abuelas siempre me han gustado porque me transmite ese sentimiento de añoranza, nostalgias. Bonita historia detrás de la que estoy segura, es la suculenta sopa de pan.

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