Fuentidueña y el expolio de la iglesia de San Martín

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De su importancia, como una de las villas más importantes de la Vieja Castilla, en tiempos medievales, sólo hay que echar un vistazo, para hacerse una buena idea, a los restos de esas imponentes y sólidas murallas que la circundaban, así como a los soberbios edificios, tanto de índole religiosa, como militar y civil, que, tratados con desigual fortuna, todavía ofrecen testimonio de aquel digno pasado.

De estos, bien por su magnanimidad, por su arruinado romanticismo o también, por el involuntario y patético protagonismo, que consintió en malograr y perder una inestimable joya artística, como eran sus maravillosas pinturas del siglo XII y por lo tanto, románicas, cabe destacar los siguientes: los templos de San Miguel, de San Martín y de Santa María del Arrabal; el antiguo hospital de la Magdalena -cuyos muros, ya sin el recato de un tejado que los resguarde de las miradas indiscretas de las estrellas, fueron, hasta tiempos relativamente modernos, solaz y consuelo para viajeros y peregrinos- y la imponente Capilla Palacio de los Condes de Montijo, en la actualidad, reconvertida en un hotel, cuyos remodelados interiores, poco o nada tienen que envidiar a los lujos y comodidades de un Parador Nacional.

Hecha esta breve pero necesaria presentación y aun a riesgo de herir sensibilidades, hoy quisiera invitarles a acompañarme en un pequeño viaje por el recuerdo de un lugar, cuyas características, salvando el detalle de no hallarse siquiera cerca de costa alguna pero sí unos extensos campos, cuyas colinas se despliegan en lontananza como las olas de un imaginario mar, pudieran inducirles a suponer un lugar similar donde embarrancara aquella siniestra goleta, de nombre Deméter, que en su defecto, hubiera servido de escenario perfecto a Bram Stocker, para que su inmortal personaje, el conde Drácula, desembarcase en España, cumpliendo, más o menos idealmente, las características del lugar donde se levantaban las ruinas de la abadía británica de Carfax: las ruinas de la iglesia de San Martín.

De menores proporciones y posiblemente, menos ampulosa en origen que su templo hermano de San Miguel -que a día de hoy, no sólo está considerado, como uno de los más notables ejemplos del Arte Románico de Segovia, sino también, de todo el territorio español- de la vieja iglesia de San Martín, separada apenas unos cuatrocientos metros de aquél, también situada en lo más alto de la población y situada poco menos que enfrente que una de las célebres puertas de las murallas, la Puerta de Alfonso VIII, también conocida como de Trascastillo, cuyo ojo principal, liberado hace siglos del grueso maderamen, permite hoy contemplar a simple vista la belleza de unos campos que en primavera se tornan de ese color verde esmeralda que simula a la perfección los cromáticos tonos del mar, apenas sobreviven hoy unos muñones desamparados, sobre los que hay que forzar mucho la imaginación para hacerse una idea de la notable belleza que tuvo en tiempos.

Ahora bien, lejos de ser una ruina cualquiera, el lugar donde se elevan, melancólicos y taciturnos sus viejos lienzos, continúan siendo sagrados y como tales, no sólo dan testimonio de ese santuario de reposo que fue en tiempos medievales, como así lo confirman las numerosas sepulturas antropomorfas y excavadas en la roca, que lo circundan exteriormente, sino también, el pequeño cementerio local, situado en el interior de lo que fuera su nave y en donde, dejándose llevar por esa Musa de la Creatividad, que es siempre la imaginación, todavía haya personas sensibles que consigan oír el lejano murmullo del Te Deum laudamos, pronunciado por las gargantas de unos monjes, hace siglos fallecidos.

 Dejando algo tan personal como es la imaginación de cada uno aparte, lo que sí es cierto, es que si miramos hacia el este, es decir, hacia el nacimiento del sol, podremos imaginar con facilidad la situación de un -hoy en día- inexistente ábside o cabecera, que se mantuvo más o menos firme en el lugar, hasta que en el año 1957, las por entonces autoridades responsables del Patrimonio Histórico, Artístico y Cultural consintieron, bajo condición de ‘cesión temporal indefinida’ -vamos, como quien dice aquello de: hasta luego, cocodrilo- al Gobierno de los Estados Unidos y por defecto, a la sección The Cloisters, del Museo Metropolitano de Nueva York, que se procediera al traslado de dicho ábside, piedra a piedra y con él, por supuesto, las maravillosas pinturas románicas que lo decoraban interiormente y cuyo valor, ya de por sí y lejos de la simple y banal cuestión crematística, es incalculable.

A cambio, The Cloister se comprometió a devolver a España, apenas seis de los maravillosos frescos, expoliados de la ermita mozárabe soriana de San Baudelio de Berlanga y sacados fraudulentamente del país en los primeros años del siglo XX, que actualmente se exponen en el Museo el Prado, de Madrid, junto con la capilla original y sus inconmensurables pinturas románicas de la ermita templaria de la Vera Cruz, situada a la vera del embalse de Linares, en el también pueblo segoviano de Maderuelo.

Eran los tiempos, en que los grandes magnates norteamericanos, como el famoso Randolph Hearts -en quien el genial Orson Welles, basó su personaje principal de ‘Ciudadano Kane’- empleaban parte de su escandalosa fortuna, en hacerse con monumentos históricos europeos y en este caso, con otro monasterio español, que trasladó piedra a piedra a su residencia de los Estados Unidos: el monasterio de Obila, que se emplazaba en plena Alcarria de Guadalajara.

Y es que, como asevera uno de nuestros refranes más populares, lejos de ser Quijotes, ¡qué más quisiéramos!, los españoles hayamos sido siempre como las cabras: siempre tirando al monte.

AVISO: Tanto el texto, como las fotografías que lo acompañan, así como el vídeo que lo ilustra, son de mi exclusiva propiedad intelectual y por lo tanto, están sujetos a mis Derechos de Autor.

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