Ayer fue uno de esos días en los que el cuerpo y el alma pedían a gritos un respiro, una pausa en medio del caos cotidiano. Decidí que era el momento perfecto para un trote moderado, no por entrenamiento o disciplina, sino por la necesidad de encontrar calma. Y así, con el cielo apenas oscureciendo y el frescor de la tarde/noche en mi rostro, comencé a trotar.

El ritmo era constante pero suave, cada paso me daba tranquilidad que se expandía más allá de los límites de mi ser. No buscaba velocidad ni distancia, solo ese momento de paz en el que el mundo parece detenerse y todo lo demás pierde importancia. A veces, la calma se encuentra en los lugares más inesperados y, para mí, se manifestó en ese trote solitario.

Entiendo que para otros, la calma puede significar quietud o silencio absoluto, pero en la diversidad de nuestras necesidades y anhelos, está la belleza de la experiencia humana. Mi trote no fue una huida, sino un encuentro conmigo mismo, una forma de recordar que, aunque nuestras definiciones de paz sean diferentes, todas son válidas y necesarias.