El color de las letras de Salvador

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Fuente: Pxhere

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El color de las letras de Salvador

Salvador fue mi abuelo. Murió acostado en una hamaca después de haber leído el periódico. Los que lo vieron me dijeron que su rostro estaba sereno puede decirse que hasta feliz. Él tenía 93 años, en la fecha de su fallecimiento, y la gente pensó que él sentía que había vivido todo en su vida y de allí su tranquilidad cuando lo visitó la muerte. Pero la gente estaba equivocada.


Mi abuelo fue un hombre terco; se proponía muchas cosas y las lograba. Yo lo conocí cuando cumplí 15 años. Él vivía en el campo con mi abuela, las vacas, un asno y su huerto. Era apasionado por sembrar hortalizas mientras que mi abuela le gustaba hacer dulces. Los dos eran la pareja perfecta.

Mi papá fue el tercero de cuatro hijos. Era ingeniero y en algunas ocasiones nos decía a mi hermana y a mí que todo lo que sabía se lo debía a mi abuelo.

Cuando uno tiene 15 años existen muchas cosas que uno no comprende pero las conversaciones quedan grabadas en la memoria y regresan cuando tienen que hacerlo.

En la celebración de mis 15 años fue invitada toda mi familia. Era una ocasión muy especial para mí y yo quería conocer a mi abuelo. Mi mamá no le agradaba su presencia pero la de mi abuela sí.

Papá los fue a buscar al terminal de autobuses y se quedarían hospedados en la casa por una semana. A mi abuelo le gustaba que lo llamaran por su nombre. Mientras que a mi abuela Flor le gustaba que le dijéramos abuela. Era un asunto de preferencias.

Abracé a mi abuela con mucha alegría y le tomé la mano a Salvador para llevarlo a su habitación.

Abuela se quedó conversando con mis padres en la cocina e inició la fiesta de los dulces que ella había traído de la granja.

Entretanto, Salvador y yo conversamos por primera vez. Él me pareció un hombre muy sensible; lo llevé a mi habitación e inmediatamente observó los libros en la mesa de estudiar, la lámpara, y un carrito de madera, que utilizaba, como pisa papel. Ese carrito fue hecho por Salvador para mi papá y ahora su utilidad era otra.

Me dijo que hizo ese carrito para que mi papá jugara; una lágrima se deslizó por mejilla al saber que aún lo tenía.

Salvador era un inventor y constructor. Hacía mesas, sillas, ventanas, el gallinero y muchas objetos que honestamente no sé su utilidad. Lo extraño es que Salvador no sabía leer, todo lo que hacía era ver algo y luego lo reproducía en madera. Hacía ilustraciones del objeto que quería construir y luego trabajaba en ello hasta lograrlo.

También, imaginaba algo y se ponía a construirlo. Yo creo que mi abuelo era genial. Ese día que lo conocí le dije que le enseñaría las letras. Estoy segura que no creyó.

Después de mi fiesta de 15 años mis abuelos regresaron para la granja y en las vacaciones escolares mi papá me llevó a conocer el lugar donde él había crecido.

Me llevé algunas cartillas y una enciclopedia de letras y animales. Salvador sonrió con mi entusiasmo. A escondidas de mi abuela me mostró un cuaderno donde practicaba sus letras pero él no comprendía la conexión entre las letras y mucho menos formar palabras. Las páginas amarillas del cuaderno me indicó que Salvador quería aprender desde hacía mucho tiempo.

Yo inicié en la universidad y cada vez que podía viajaba para la granja. Mi abuela hacía los dulces más exquisitos que he comido en mi vida y yo me hartaba de ellos y, también, engordaba.

Pasé varios años intentando que Salvador aprendiera las letras pero no lo lograba hasta que un día le pedí que me enseñara a andar en el mundo sin saber leer.

Era un mundo de colores. Las ferreterías tenían líneas azules, las rutas de autobuses se diferenciaban por los colores de una línea lateral, las farmacias tenían letreros color verde y así sucesivamente. Nunca me hubiese imaginado que un analfabeta se las arreglaba con los colores. Incluso los billetes para pagar tienen diferentes colores según su denominación.

Empecé por comprender el mundo de mi abuelo e inicié nuevamente mi labor de maestra. Algo que había heredado era la terquedad y en ese momento sentía orgullo de ser así.

Uní los colores y las letras. Construí una cartilla especial para mi abuelo. Dibujé berenjenas, zanahorias, auyamas y varias frutas e hice sílabas que luego uníamos y formábamos una palabra que a Salvador le gustara. Aprendió las letras de nombre y a escribir Flor.

Yo estudiaba ingeniería pero estaba apasionada con la granja por lo que viajaba más a menudo para aprender a sembrar, para comer los dulces de mi abuela y para aprender a hacer piezas de madera con Salvador.

Salimos juntos varias veces al pueblo para practicar la lectura con los letreros de las tiendas. Un día estábamos sentados en la parada del autobús en la plaza central. Vi que mi abuelo lloraba y me sentí afectada. Lo hacía en silencio y no me atreví a preguntarle nada.

“La colina”, “Río viejo”, “La cascada”, “El camburito”, recitó en voz alta. Él estaba leyendo las rutas de los autobuses. “Tengo 85 años y aprendí a leer”. “Estoy descubriendo al mundo y casi no me queda vida”. “Las letras negras sobre el papel blanco, también, tiene matiz”; dijo Salvador, mi abuelo, en tono de alegría.

Sentí una profunda contradicción. No sabía si había hecho bien en enseñarle a mi abuelo a leer.

Después de ese despertar pasé otros días en la granja y luego me regresé a la ciudad para inscribir el próximo semestre.

Salvador iba al pueblo los días domingo, muy temprano, para comprar el periódico. Este domingo colocó una carta en el buzón del correo. Con su puño y letra escribió “Querida Alicia: espero que pronto nos vengas a visitar. Tengo una sorpresa para ti. Salvador”.

Salvador se había leído “Platero y Yo”.

Gracias por leerme.
Espero que les haya gustado.
Bienvenidos sus comentarios. ¡Saludos infinitos!

Cuento @marcybetancourt
© Ene 2022, Marcy Betancourt. All rights reserved



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