Siempre que me adentro en un parque no puedo dejar de rememorar a Fátima y sus 18 años. Ella era la más bella del pueblo y la más deseada. Mi hermano Jacinto estaba enamorado de ella y para ser sincero, todos los jóvenes lo estábamos. Su cuerpo de sinuoso andar y de color canela, era el delirio de los miles de adolescentes que nos apostábamos en las aceras del frente de su casa solo para verla.

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Mi hermano Jacinto estudiaba con ella y ella muchas veces había ido a mi casa a buscar o hacer una tarea, y hasta en algún cumpleaños nos había deleitado con su presencia. Yo era muy pequeño en ese entonces para ser considerado un pretendiente o un posible enamorado de Fátima. De los que estaban detrás de ella solo recuerdo a Ricardo, el hijo del bodeguero, Eduardo, Miguelacho y Jacinto, mi hermano.

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Un día mi hermano llegó feliz a mi casa y me dijo que ya Fátima era su novia. Aunque sentí cierta envidia, me sentí contento por él y por mí, porque ahora Fátima sería mi cuñada. Después de eso, Fátima y mi hermano se volvieron inseparables. Cada uno parecía la sombra del otro. Uno de los lugares que solían visitar permanentemente era el bosque que estaba al sur del pueblo y donde asistían muchas parejas para tener algo de privacidad en sus caricias.

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Una vez mi hermano Jacinto me mostró un árbol donde él y Fátima habían escrito sus nombres, entrelazados, dentro de un corazón con una flecha. Era el árbol de él y de Fátima. Transcurrieron muchos meses, no recuerdo cuántos, pero Jacinto y Fátima terminaron. Cuando le pregunté a Jacinto por qué habían roto, solo dijo que era culpa de los árboles. Luego de algunos años, fui a dar vuelta con mi primera novia por aquel bosque y ahí entendí las palabras que me había dicho mi hermano: Casi todos los árboles del bosque tenían el nombre de Fátima con el nombre de otros chicos entrelazados.

HASTA UNA PRÓXIMA HISTORIA, AMIGOS