Esa tarde al volver de su trabajo en el astillero, María Jerusalén no halló a su abuela hechicera aunque la buscó por todos los rincones de la casa, en los cuartos, por el patio poblado de matas, en el lavandero, en la cocina donde la sibila solía pasar las horas guisando e inventando menjurjes milagrosos para ofrecérselos a los navegados que venían de más allá del mar en busca de sus infalibles pócimas.

Luego preguntó a los vecinos del puerto sin que nadie supiera darle la más mínima información. Ni siquiera su comadre Cerafina, la invidente de facultades sobrenaturales, pudo proporcionarle ninguna pista ya que cuando intentó hacerle una consulta al oráculo de los naipes un viento intempestivo venido de norte a sur hizo temblar la mesa, apagó las velas de los candelabros y levantó el blanco mantel de flores a crochet haciendo que las cartas se dispersaran volando.

A eso de las nueve de la noche empezó a caer una llovizna apacible que apenas mojaba las calles y sacaba destellos de óxido al metal de los barcos inmemoriales haciéndolos brillar, a lo lejos, como formidables diamantes. Sentada ya en la mecedora de la desaparecida matrona, María Jerusalén esperó meciéndose en la oscuridad con terrible impaciencia, dándole tiempo al tiempo, rezando sin esperanzas en voz imperceptible para que la anciana reapareciera.

Mirando por la ventana entreabierta siluetas impalpables que después de acercarse a ella se esfumaban ante sus ojos, repasó mentalmente una y otra vez los hechos de la mañana cuando se separaran. Como todos los días María Jerusalén se sentó en la mesa y esperó a que la vieja ama le sirviera el pan, la tortilla de huevos y el ponche de sábila. Al terminar el desayuno, como todos los días, la maga le tomó las manos, se las puso en el pecho y le dijo: siempre, hija, estaré contigo. Como todos los días María Jerusalén se fue a su trabajo en el fondeadero y por más esfuerzo que hiciera por encontrar algún detalle que le diera luz a la desaparición de su abuela no pudo encontrar ni siquiera una rendija de claridad que la pudiera tranquilizar.

A las diez y siete minutos se echó sobre los hombros un manto impermeable, salió bajo la lluvia que había arreciado y llegó al jardín donde la maga trabajaba afanosamente con sus hierbas. En el momento que cortó una cayena amarilla escuchó el doble clamor de las campanas de la capilla. Toque de difuntos, se dijo. Le sobresaltó aquel toque pausado, de dos campanas lánguidas en la soledad de la noche y un aliento gélido la caló haciéndole saltar su corazón como una rana asustada en un nauseabundo estanque.

Entró de nuevo a la casa y ansiosa se preparó un té caliente con la flor del hibisco. Pero no pudo dormir porque temblaba. Con la infusión ardiente que desprendía un interminable caracol de humo aromático en sus manos, aún se hallaba aterida de frío. Temblaba el miedo dentro de su cuerpo por esa larga espera entre las tinieblas de insomnio.

A la medianoche, bajo la luz de un relámpago, María Jerusalén vio venir a su abuela vestida con algas, cargando una pesada ancla sobre sus hombros y en ese momento el diluvio se desprendió del cielo haciendo que los diques se rompieran desbordando las aguas convulsas de sus entrañas y hundiéndola sin compasión en el vientre naufrago de la tierra.