En un lugar mejor | Relato corto |

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En un lugar mejor

   

    Ese día tocaron a su puerta. No sabía por qué, pero tenía un mal presentimiento de ello; al despertar le había comentado algo similar a su esposa: «Lo siento en los huesos, Carol. Algo no va bien». Ella intentó convencerlo, con humor, de que lo suyo solo era la manifestación paranoica de un hombre cansado que entraba a la vejez. «Lo mismo le pasó a mi padre» le aseguró, colocándole la mano en el pecho y luciendo su bella sonrisa. No obstante ni aquello logró que ese presentimiento, esa sensación de que algo irremediablemente saldría mal, abandonara sus adentros. Se levantó el sofá y abrió. En el umbral, tres soldados esperaban.

    —¿Es usted Eulogio Avelino?

    Los uniformes pulcros de aquellos hombres, desde las gorras hasta las botas, la bandera cuidadosamente doblada en sus manos, junto con una cajita que seguramente tendría una medalla. Él sabía lo que significaba, como veterano que era lo sabía. En la guerra perdió a muchos amigos, la capacitación militar y las circunstancias de la vida le adiestraron a estar preparado siempre para la muerte, ¿pero quién puede estar preparado para la muerte de un hijo? Sin escuchar la noticia de boca del soldado, cayó de rodillas en el suelo, consciente de la noticia que le darían, y las lágrimas escaparon de sus ojos en caudales.

    —Por favor... díganme que no es cierto —dijo, con la voz quebrada. Sin embargo sí lo era, tan verídico como el dolor que sentía.

    «Lo siento mucho» fueron las únicas palabras que pronunció el soldado, un joven afligido por ver a un viejo afligido. Su mujer cayó junto a él apenas se cerró la puerta. Ambos lloraron todo el día y toda la noche, hasta que el sueño los derrumbó.

    Eulogio viajó a otro lugar, uno más tranquilo. ¿Se trataba realmente de un sueño? Era tan vívido que lo dudó por varios minutos, incluso llegó a olvidar por qué estuvo tan triste todo el día. «Tenía algo que ver con Dorian» se dijo a sí mismo cuando, tras el cruce de una pequeña colina, su hijo Dorian apareció con un balón bajo el brazo. Pero no era el Dorian que recordaba la última vez que lo vio, este tendría unos once o doce años, esa edad en la que amaba jugar fútbol.

    —Hola, papá. ¿Puedes jugar?

    Habían pasado años desde la última vez que pateó un balón, sus piernas no eran ya lo que fueron en otrora. Sin embargo, por alguna razón, ahí se sentía más enérgico, con capacidad para poder hacer de todo.

    —Claro, campeón, por qué no.

    Jugaron por lo que parecieron ser horas. Y en ningún momento la sonrisa desapareció de su rostro. Era perfecto; jugar a pasarse el balón con su niño, no necesitaba más, podría quedarse allí por toda la vida. Entonces recordó: «No, no puedes —su hijo ya no era un niño, a los dieciocho partió para unirse al ejercito—. Y hoy te enteraste de que está muerto». El juego se detuvo y todo, incluido Dorian, se desvaneció en un instante.

    Despertó, Carol dormía a su lado, acurrucada en posición fetal, al tiempo que la brisa fría de la madrugada se colaba por la ventana y hacía sentir con más pesadez a su, de por sí, golpeado espíritu. «Nada fue real» confirmó. Su niño se había ido por siempre y él, un viejo hombre débil, tanto en cuerpo como en espíritu, no podía hacer más que llorarle.


En un lugar mejor.png
Imagen original de Pexels | Pixabay

   

XXX

   

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