La muchacha lo veía por un pequeño agujero, “No son ni las doce y ya se le acabó el encanto”-pensó. Observó aquel esfuerzo estéril, quería enfrentarlo, entró a la cocina, al verla parada frente a él, extendió sus brazos por la cintura de ella y la haló, le apretó las nalgas. Luego, le besó el cuello y los labios. Ella estaba asqueada, empezó a forcejear. Él se apartó cuando sintió los pasos de otra persona que ingresaba a ese lugar, en su rostro se dibujó una sonrisa tenue con la que saludó a su primo.

Después de eso, se desplazó por el corredor hasta llegar a la puerta, pasos rápidos y ligeros lo pusieron en la calle. Decidió irse a su casa. Al llegar, se acostó en su cama y se quedó profundamente dormido. Cuando abrió los ojos, su esposa lo aguardaba en una mesa pequeña donde había servido la cena: panes tostados con jamón y jugo de durazno. Solo le bastaron dos segundos para que la comida estuviera en el piso, eso fue después de probar la bebida que por descuido de su compañera estaba dulce, dulce como lo detestaba, dulce como lo hacía enojar.

La esposa, atónita por la reacción, se quedó congelada por breves instantes, apenas se percató de que se fue por el sonido infernal que hizo la puerta al cerrarse con súbito arrebatamiento. “Es imposible agradarlo”- expresó. Gotas transparentes se esparcían por su rostro mientras recogía aquel desastre. Una tras otra, tenía que soportar aquellas escenas, cada vez más recurrentes. Soportaba en silencio.

Iba en su carro con un labio extendido más que el otro, el ceño fruncido y creyendo que tenía la razón. Se dirigía a la taguara de las "chicas malas" a pagar por sexo. Mientras tanto, la adolescente se fue a su vivienda, se quitó la ropa, en el espejo puede observar cómo sus caderas se han ensanchado. Finas gotas caen precipitadamente, está afligida. Es evidente que la semilla de la vida empieza a florecer.