Mi nombre de pila no es relevante ante los sucesos que me han derrocado. Despido aún alientos de cólera por la tragedia abrumante que me ha contrariado. Veía en aquellos ojos un cielo celeste que podía atravesar, y luego, encontrar mi felicidad definitivamente.

      Yo nací de la unión de un dios con una ingenua y simple mortal. Fui despreciado desde mi nacimiento por los mundanos y puesto a prueba por los olímpicos. Certeros fueron los ataques que me conllevaron a recibir el punzón de un final funesto, arrojándome yo mismo al infinito abismo.

      Caí bajo el cobijo de unas sombras que me acompañaban. Me señalaron el camino hacia una puerta colosal de hierro y jazmines muertos. Allí conocí a un gran ser con ojos centellantes de fuego que gruñía al estar en mi presencia. Desde la lejanía, se escuchó un alarido que dejó imperioso al silencio encogiéndome los hombros.

      Un hombre de vestiduras negras y voz grave de eco, me incitó a que pasara a los interiores de su catastrófico hogar. Me invitó a probar de unas aguas trémulas y oscuras que yo desconfiado observaba. Soltó un resoplido de risa y me confesó fatuo lo que causaba aquellos fluidos místicos.

      Una gota era suficiente para liquidar varios recuerdos, mientras que una cantimplora entera era capaz de eliminar completamente la memoria. Me reveló que si quería volver a los mundanos, debía tomar el agua hasta desvanecer mi reminiscencia.

      Acepté con gusto y raudamente tomé una garrafa de agua, consumiéndose asimismo el último recuerdo que me causaba dolor. Dicha terrible remembranza trataba sobre mi amada siendo asesinada por el hombre que la engendró, solo por amarme y querer venir conmigo.

      Una sustancia, tan letal como una ponzoña, la colocó a dormir hacia los brazos de la muerte indolora. Desde ese día no he querido volver a soñar, desairando mi inmortalidad al descender a tierras tartáreas.

      El hombre de vestiduras negras cumplió su promesa y me ascendió al mundo de los terrenales. Al no tener un amor o un propósito definido, me convertí en un asesino a sueldo contratado por los más perversos y pudientes conspiradores.

      Una de mis misiones fue arrebatarle la vida a una dama, puesto que su padre le debía los asuntos más letales al hombre que me contrató. Me deslicé con sigilo una noche en su suntuosa habitación, y mientras ella dormía embestí la punta de mi daga sobre su pecho.

      Al vislumbrar sus ojos sin vida, los recuerdos muertos comenzaron a resucitar en mi mente y un dolor entrañable brotó de mi pecho. Era la mujer que amaba a quien asesiné, ¡no había muerto! ¡Todo era un engaño! Una artimaña de su padre para alejarla de mí, sin pensar, que ambos la perderíamos para siempre.