Cada tarde era igual, el sueño quería tumbarme como si el peso del día me atacara. Me sentía absorbido, nublado y con la concentración opacada. Solo quería llegar a mi casa a dormir; nada más. Este exceso de tranquilidad me agobiaba y me empujaba cada vez a la pereza. Acariciado por las sábanas y su suavidad, imaginaba que estaba en otro mundo. Soñaba al instante una vez dormido. Caía sujetado por ráfagas poderosas, que hacían que mi cuerpo levitara. Sobre mí una ventana de luces que se alejaba a medida que pasaba el tiempo, y a mi alrededor estaba la oscuridad, vislumbrándome sonriente como me rendía a un lecho suave.

Dócil ante cualquier novedad, me sosegaba ante la tranquilidad de una etérea paz. Un par de manos comenzaron a ascender suavemente desde mis pies a mi cintura, luego se deslizaron sobre mi abdomen y mi pecho. Y al levantar la cabeza un poco, noté una enorme lengua áspera que serpenteaba de un lado a otro, unos dientes agudos y terroríficos despuntando en una boca sonriente, y unos ojos verdes; parecidos a los de un gato o cualquier otra raza de felino.

El súbito del espanto me hizo despertar y ya estaba de nuevo en mi cama, me alivié porque había sido un sueño, pero sentía mucha jaqueca. Tomé una pastilla para el dolor, aunque sabía que eso sería inútil; van varias noches que sueño lo mismo, y el miedo no parece descender. Suspiré, eran las seis de la tarde y decidí ir a un psicólogo. Llamé a uno para abrir una cita; un profesional recomendado por una amiga que había ayudado con sus problemas de ansiedad.

El terapeuta me dijo que pasara a la mañana del siguiente día: «Eso fue muy rápido», pensé.

Durante mi consulta, no dejaba de tener vívidos pensamientos de mis experiencias oníricas anteriores. Escuchaba que mi terapeuta me hablaba, pero yo no podía otorgarle mi absoluta atención. Cuando hablábamos de mi pesadilla, toda mi concentración se enfocó en lo que salía de su boca. El cuerpo erizado de animal peludo. Los dientes puntiagudos. Los ojos verdes de felino. Las manos humanas que ostentaban uñas largas y picudas. Soñaba de nuevo y esta vez lo hacía despierto.

De repente, todo se sumergió en la misma oscuridad. Estaba extasiado, como si me hallara dentro de un tifón de caricias. Normas estupefacientes me controlaban, hacían que deslizara mis manos sobre mi pecho y mi cuello. Rápidos semblantes pasaban por mis hombros y me rozaban con sus mentones. Con mis ojos entreabiertos, apareció mi acechador, y con sus ojos destellantes, me empujó hacia su trampa. Esta vez no tuve la voluntad para despertar, pues no había mecanismo de defensa que me desterrara de ese mundo lleno de placidez infinita.

Había una discordia en mi mente que me causaba un gran pesar. Miré hacia mi alrededor y de nuevo había un vacío. Me resignaba lentamente a sufrir mi destino, hasta que, como luz al final del túnel, fui salvado por una mano que al principio pensaba era desconocida. La tomé y fui llevado por dimensiones etéreas, hasta que volví de nuevo al consultorio de mi terapeuta.

Le pregunté qué había pasado, y él me aseguró que caí en un desmayo, en el que agitaba mis brazos y susurraba palabras de entrega. De nuevo saqué conclusiones y me dolía la cabeza. Al final miraba borroso, pero pude percibir una figura gris en el fondo, que, a pesar de las difusiones de mis sentidos, vislumbré perfectamente aquellos ojos esmeraldas.