El Cruce del Guiverno | Relato |

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El Cruce del Guiverno

 

    Milides vivía en el Cruce del Guiverno, y todo lo que abarcaba el área cercana, desde hacía cuatrocientos años. Acostumbraba a pasar el tiempo en la zona más alta del lugar, justo en la entrada de los dos riscos que creaban un canal. Hubo una época en la que nadie la importunó en esas tierras alejadas del ser humano, pero aquella era una realidad que cada vez se desvanecía con mayor prisa. Últimamente sus encuentros con los humanos se hacían más recurrentes. Sabía el por qué de ello: la humanidad se expandía, cada vez más de ellos abarcaban mayores extensiones de territorios dispersos mientras que, por otro lado, las criaturas mágicas menguaban en números y capacidad para defenderse.

    —Tarde o temprano dejaremos de existir —se dijo a sí misma, convencida de cada palabra.

    A los lejos contempló las columnas de humo que sobresalían entre los árboles. «Bestias, solo sirven para talar y consumir toda la vida que encuentran», pensó. Volteó la vista hacia el cielo, el firmamento y la luna eran, con creces, un espectáculo más agradable que las humaredas causadas por las fogatas del hombre. Sin caer en cuenta se quedó dormida y, cuando el alba apenas se vislumbraba por el horizonte, un ruido la perturbó de su sueño: «dos... no, cinco... doce... ¿veinte?» No supo con exactitud, eran muchos. Un gran número de individuos se acercaban con determinación, podía escucharles los pasos a través de las rocas. Humanos, no cabía duda. Los esperó al pie de un peñasco, en lo más alto del cruce.

    Cuando se acercaron lo suficiente, extendió sus alas. Generalmente eso bastaba para asustar a los más cobardes, sin embargo quienes caminaban hacia ella no parecían simples bufones: vestían todos armaduras de hierro, eso y el hecho de que andaban la formación, cuatro lineas de cinco hombres, los delató como soldados. Los de la primera línea portaban espadas, los de la segunda y tercera lanzas, los de la cuarta fila eran los arqueros y sostenían por las riendas a un caballo cada uno. Detrás de estos, dos hombres con armaduras color ónice, ornamentada en escamas de cocodrilo en parte del peto y los hombros, cerraban la marcha montados sobre espléndidos corceles. Se detuvieron a poco más de treinta metros de la entrada del cruce. Uno de los de ónice bajó del alazán en el que cabalgaba y se caminó hacia a ella, al mismo tiempo que los arqueros prepararon sus flechas.

    El hombre se quitó el casco, y un joven, de no más de veinte años, caucásico, de ojos y cabello tan negros cómo su indumentaria, apareció detrás del metal.

    —Milady, lamentamos importunarla —dijo, alzando la voz. Lucía como un niño, pero hablaba como un noble —. Venimos en una misión de exploración. Entendemos que este es el Cruce del Guiverno, ¿es eso correcto?

    —Es correcto, humano —un silencio prolongado siguió a la respuesta.

    —Maravilloso —comentó —. Entonces mis hombres y nos adentraremos por este cruce y la dejaremos tran...

    —¡No! —espetó, más allá del Cruce del Guiverno toda la tierra era virgen, consagrada por los antiguos pactos que los humanos habían borrado de su historia —. No son bienvenidos aquí. ¡Largo! —los espadachines desenfundaron y los arqueros apuntaron hacia ella.

    —Me temo que eso no será posible, milady. Nosotros...

    —¡No lo repetiré! ¡Vayánse de aquí! —exclamó, exhalando una llamarada que a su vez fue lo suficientemente intensa como para asustar a los soldados en las filas. Podía oler el miedo en sus almas —. Esta es mi tierra, y los humanos no pueden pasar por aquí —el fuego nacía ahora de entre sus cuernos. Estaba dispuesta a matarlos si así evitaría que avanzaran.

    —¡¿Disculpa?! —el otro de los hombres de ónice avanzó sin descabalgar de su tordo, el más grande de todos los caballos, y subió el visor de su casco —. Estás muy equivocada, criatura. Estas tierras y todas las que existen en el mundo pertenecen a su majestad el Rey Dorian IV.

    —¡Calla, Augusto! —espetó el joven, dejaba entrever una expresión de enojo de sus ojos.

    —No, Baltazar. Esta cosa —pronunció la última palabra con un notable asco— nos impide el paso e insulta a nuestro Rey. Tu padre me trajo para poner orden en caso de que algo se saliera de control, y obviamente no puedes controlar esta situación. ¡No nos intimidará una demonio!

    «Demonio» esa palabra la sacaba de quicio. A lo largo de los años, los humanos usaron4 esa palabra para referirse a ella con frencuencia. «Me llamaron así cuando clavaron una espada mágica en el corazón de Zoho», recordó.

    —Su Rey es un mortal insignificante, como todos ustedes —ya estaba harta de la plática. Su esperanza y paciencia para con los humanos se agotó hacía mucho tiempo —. Si no dan marcha atrás justo ahora los mataré a todos. Y empezaré por el bonito —señaló al joven del cabello negro.

    —Tú eres una, demonio. Nosotros veintitrés —el hombre volvió a bajar su visor —. Te deseo suerte en esta batalla, que ahora empieza —vociferó, con extrema soberbia.

    —No, humano. Ahora termina —«Siempre tiene que ser así», lamentó.

    Una carga de saetas le impactaron. Usó sus alas para bloquearlas, estas eran capaces de aguantar los embates de cualquier metal o piedra. Emprendió vuelo hacia arriba, perdiéndose de la vista de los humanos. Desde las alturas ella sí los veía a ellos. En aquella situación no eran más que ratones y ella un halcón que se abalanzaría a cazarlos. Descendió en picada hacia la retaguardia de la formación y con sus alas barrió a los arqueros, cortó a dos por la mitad antes de que siquiera pudieran darse cuenta. Escupió fuego en la cara de otros, que murieron al instante, cogió a dos más por el peto de sus armaduras y volvió a subir, llevándoselos consigo y arrojándolos una vez estuvo a buena altura. Los pobres desgraciados chillaron hasta estrellarse contra el suelo.

    Descendió en picada otra vez, la formación de soldados ahora era una especie de círculo, con los dos hombres de armaduras color ónice en el centro. Desplegó sus alas rojas en su máxima extensión, inhaló y exhaló otra llamarada, mucho más intensa que la anterior, contra la formación. Los soldados alzaron grandes escudos de hierro que llevaban a sus espaldas. «Morirán quemados» no existía metal capaz de aguantar la combustión mágica. A los pocos segundos el hierro comenzó a fundirse y traspasó a los primeros, justo cuando Milides se quedó sin fuego. Varios más perecieron, uno cayó de rodillas con el metal del casco pegado a su cabeza chamuscada.

    Los caballos huyeron después del primer ataque. Dos hombres, que vestían armaduras de cuero endurecido, perfectas para correr sin entorpecer demasiado el paso, siguieron su ejemplo apenas terminó la llamarada, adentrándose al bosque por el lugar donde habían llegado.

    —¡Cobardes! ¡Qué el señor los maldiga! —escupió el de la armadura ónice que no había mostrado su cara anteriormente.

    Ahora, el miedo en cada humano que quedaba de pie despedía un hedor intenso.

    —¡Se creen tan valientes, pero apenas enfrentan a un poder superior se convierten en pequeños renacuajos temerosos! —espetó, acabaría con todos con su próximo golpe, no obstante necesitaba tiempo para recargar su fuego —. Van por ahí destruyendo todo a su paso, creyéndose amos del mundo, nombrándose reyes y lores de unas u otras tierras. ¡Y después llaman «demonios» a los seres mágicos, que pretendemos vivir alejados de su inmundicia! ¿Saben siquiera por qué esto se llama el Cruce del Guiverno? ¡No! Los suyos borran de su historia todo evento que los muestra como lo que son realmente.

    —¿Por qué se llama así? —preguntó el caballero de ónice, el joven de cabello negro. Entre sus manos sostenía una espada, era el más asustado de todos los presentes, a Milides casi le dio lástima que tuviese que pagar el mismo destino que el resto.

    «Porque así lo bauticé después de que unos humanos mataran a Zoho, mi compañero, mi único amigo» quiso decirles, sin embargo hacerlo no tenía caso, ellos no lo entenderían.

    —Porque hace muchos años ustedes, malditas bestias, asesinaron al último de los guivernos.

    —No fuimos nosotros —replicó el caballero —. Los guivernos tienen al menos un siglo extintos, ni siquiera mis abuelos vivieron en aquella época. ¡No puedes culparnos!

    «Zoho creía que era posible convivir con ustedes. Se equivocó y ese error le costó la vida... yo no me equivocaré». Ya tenía energías y la ira canalizada en lo que sería una última estocada.

    —No, sí puedo. Los culpo a todos ustedes —murmuró.

Se cubrió con sus alas y colocó las palmas en el suelo. Todo acabó en segundos, cuando el magma brotó de hacia la superficie y cubrió con su manto a los soldados.

El Cruce del Guiverno.jpg
Imagen original de Pixabay | V_M

XXX

   

¡Gracias por leerme!

   

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