El tiempo pasa inmisericorde dejando huellas profundas, recostado en el sofá, recrea y sufre con entereza, como si fuera ayer, una de las épocas más tristes de su vida. Han transcurrido trece años de la muerte de su amada abuela, pero él aún la mantiene viva en el corazón, en la ausencia de un largo viaje y en la promesa del reencuentro futuro.

Recuerda el llanto amargo de su padre al enterarse del viaje definitivo, al igual que un niño desamparado buscó en sus brazos el consuelo en aquel cuarto blanco y frío de hospital. Tuvo que ser fuerte y así consolarlo con un fuerte abrazo, por un instante hubo una inversión de roles, él actuó como el padre protector de su progenitor.

A pesar del tiempo transcurrido, el proceso funerario le pareció tan rápido, los trámites legales, el traslado del cadáver entre ciudades por vía aérea, las honras fúnebres y la sepultura de su abuela en el cementerio del pueblo. La misma sensación le vino al conectarse con la muerte de su padre acontecida cuatro años después. Un leve sentimiento de culpa le sobrevino al recordar las palabras de su abuela diciéndole que cuidará a su padre, pero ya nada podía a hacer, el tiempo para ellos se cumplió.

Otro recuerdo le golpeó en el sofá, al verse conduciendo rumbo al trabajo con lágrimas incontenibles y un vacío avasallador que emanaba de lo más profundo de su ser, un dolor indescriptible como nunca había sentido, solo comparables con los vagos recuerdos de la infancia, cuando desde el andén veía partir a su abuela luego de compartir las vacaciones escolares.

Casi llora al dejarse llevar por el sentimiento de pérdida, pero se contuvo al visualizar a la vida como un esplendoroso viaje, un maravilloso regalo de Dios para atesorar la experiencia a lo largo del camino a pesar de las circunstancias. Tanto su abuela, su padre, como muchos seres queridos solo embarcaron el autobús antes que él, dejándoles su esencia, ellos aún viven en él, solo están de viaje.