El jardín de las Paradojas

En el corazón de una ciudad olvidada por el tiempo, se escondía un edén secreto, conocido por los lugareños como "El Jardín de las Paradojas". Este oasis de contradicciones era un enigma para quienes deseaban o se atrevían a cruzar sus puertas de hierro forjado, donde cada paso parecía revelar una realidad alternativa.

La curiosidad que sentía por conocer este lugar y el hambre de escribir sobre él me llevaron a investigar y arriesgarlo todo, incluso mi propia existencia. No me importaba nada más que descubrirlo por mí mismo. Y un día me encontré ante aquellas grandes puertas, decidido, asustado y emocionado al mismo tiempo.

Recuerdo que susurré una palabra antigua y las puertas comenzaron a temblar como si aquellas toneladas de hierro fueran a derrumbarse; sin embargo, a pesar del ruido oxidado, terminaron por abrirse revelando algo asombroso que no me hizo dudar en continuar.

La entrada se manifestaba con arcos de rosas azules, cuyos pétalos danzaban al ritmo del viento, desprendiendo una fragancia a almizcle y ámbar. Los senderos se bifurcaban en direcciones imposibles, invitándome a un viaje sin destino, donde el principio y el fin se entrelazaban en un abrazo eterno.

Más adelante, observé un estanque de aguas cristalinas que no reflejaban el cielo, sino un firmamento de estrellas diurnas. Y sentí mucha sed, pero algo me retenía y me imposibilitaba beber aquella agua. Además, los peces que nadaban en su interior parecían destellos de luz, nadando en el vacío del cosmos, desafiando la lógica de la naturaleza y la ciencia.

Seguí avanzando hacia el centro del vergel y un árbol milenario extendía sus ramas hacia el suelo, mientras sus raíces buscaban el cielo. Sus hojas, de un dorado resplandeciente, me susurraron secretos ancestrales y me atreví a escuchar, revelándome verdades que únicamente podían comprenderse en la locura del silencio.

Según mis investigaciones, a los pocos que salieron con vida de este misterioso lugar les costó relatar detalles, algunos incluso perdieron la memoria y nadie mencionó hasta ahora lo que voy a contar a continuación.

En un rincón apartado florecían orquídeas nocturnas que solamente mostraban su esplendor bajo la luz de la luna. Su belleza era efímera, un espejismo de perfección que se desvanecía con el primer rayo del alba, recordándome como mortal la fugacidad de la existencia. De repente, algo se hizo visible. Al principio pensé que mi mente me engañaba, pero luego me di cuenta de que una presencia me observaba.

Era una figura etérea y casi translúcida, que se movía con la gracia de las hojas llevadas por el viento. Su presencia era tan efímera como el tiempo mismo, apareció ante mí cuando el sol y la luna alcanzaban un equilibrio perfecto en el cielo. Vestía una larga túnica que fluía como un río de muchos colores, reflejando los matices cambiantes del día y la noche. En la mano llevaba un antiguo reloj de arena, con granos que parecían brillar como estrellas, fluyendo en ambas direcciones, desafiando las leyes de la física. De repente habló en un idioma desconocido, su voz era un susurro, como hojas rozándome, cada palabra resonaba con la autoridad del tiempo inmemorial.

Aunque su rostro permanecía oculto, sus ojos brillaban de vez en cuando a través de la penumbra, mostrando destellos de constelaciones lejanas. No importaba cuántas preguntas le hacía, él solo ofrecía respuestas directas que incitaban a la reflexión, a mirar más allá de las paradojas del jardín y a encontrar mi propio camino a través del laberinto del tiempo. No sé cómo, pero sí, podía entender su lenguaje.

Pronto confirmé que este misterioso personaje tenía la capacidad de aparecer y desaparecer a voluntad, guiándome o confundiéndome aún más por el jardín con acertijos y enigmas sobre el pasado, el presente y el futuro. Su aspecto es igualmente enigmático, como he descrito antes, con túnicas que cambian de color con el paso del sol y un rostro que nunca se ve del todo, siempre entre sombras o reflejado en las superficies de la rosaleda. El guardián de este lugar no es ni amigo ni enemigo, sino un guardián de verdades que yacen entre los pliegues del tiempo, esperando a ser descubiertas por aquellos que se atrevan a buscarlas.

Finalmente, tras un viaje de incontables pasos a través del sinuoso laberinto de follaje, el enigmático guardián me señaló dos opciones: la primera una delgada puerta y la segunda yacía la mayor paradoja. Por supuesto, elegí la segunda e inmediatamente me encontré ante lo más extraordinario: una fuente cuyas aguas desafiaban la gravedad, fluyendo hacia el cielo. Donde las gotas ascendían hacia las nubes, formando ríos aéreos que tejían una melodía de infinitas posibilidades.

Con un gesto de despedida, el guardián sumergió mi mano en el manantial cristalino y sentí cómo el tiempo se aceleraba en mis venas, mi piel se arrugaba como hojas secas al sol. En ese instante, comprendí la verdad más amarga: nunca podría volver para compartir mi odisea, pues el tiempo es un río que solamente fluye en una dirección y que te lo roben es el precio que pagas por la curiosidad.

Ahora, al borde del crepúsculo de mi existencia, únicamente podía imaginarme narrando la historia a mis fieles lectores de Hive, como palabras que flotan en el aire, como las mismas aguas de la fuente. Y mientras el sol se pone y las estrellas empiezan a titilar en el firmamento, sonrió con serenidad, sabiendo que mi historia vivirá para siempre en el corazón de quienes, como yo, se atrevieron a soñar con lo imposible.