El Veneno estaba colérico, muy dispuesto a asesinar a quien, hasta ayer, consideraba su compinche y mentor en las fechorías. El sentimiento de ridículo lo torturaba, por lo que Mentira Fresca le había confesado en la taberna.

Aunque en un principio no le creyó, puesto que el mote, no le era de balde, sucumbió ante la evidencia fotográfica mostrada en el celular.

Él toleraba con gusto la desigual repartición de los botines, pero la traición al abusar de su madre, sobrepasaba la gratitud que le tenía por haberlo iniciado en el delito.

Lo consideraba el padre que nunca conoció. Quien lo había salvado de la paliza que le propinaban los chicos del barrio cuando solo contaba con doce años.

Su madre en más de una ocasión le advirtió que él no era de fiar. Empero él estaba agradecido y fascinado por la brillantez de la mente criminal que lo sacó, a él y a su madre, de la pobreza.

Veía ansioso el lento avance de las manecillas del costoso reloj, producto del último golpe. Si una virtud tenía el Maestro, era la puntualidad. No obstante, en aquella ocasión, por primera y última vez, no llegó a la cita. El golpe se había cancelado sin aviso, salvándole del fatídico destino.

De regreso en casa, vio a su madre esperándolo con una expresión agría sosteniendo una caja negra.

—¡Madre!, ¿cómo pudiste traicionar la memoria de mi padre con el Maestro? —Exclamó en tono duro y amargo.

—¿De qué traición hablas, ¡muchacho tonto!? ¡Cúlpame de mentirosa! Aunque, como te dije, él no es de fiar. De nuevo, nos volvió a abandonar.

—¡No entiendo! —, contestó el Veneno mientras su madre le entregaba la caja abierta con viejas fotos que él nunca había visto.

Aquella tarde, el Maestro volvió a la cárcel por segunda vez, asumiendo la responsabilidad de los últimos delitos. Había violado a ex profeso, el beneficio de libertad condicionada que había recibido por buen comportamiento. No obstante, guardó la duda del antídoto que había inoculado.