De cuclillas sobre las piedras observa el transparente agua, ve la silueta de un pez acercándose a la orilla. Frota sus ojos, es la primera vez que ve a un escualo grisáceo nadar en aquella solitaria playa por el cierre de temporada.

El animal tiene un tamaño regular, quizás dos metros, nada que ver con el monstruo de la película, protagonista de las pesadillas de su juventud. Desde entonces, nunca entró a bañarse en el mar, solo se deleitó con la brisa marina mientras se echaba en la orilla a tomar el Sol en busca del bronceado deseado.

Ahora presencia a un tiburón. Voltea y lee el letrero: Playa apta para bañista. Piensa, «¡será apta para tiburones!»

Un temor instintivo se apodera de él, pero al mismo tiempo la curiosidad de ver al animal nadar cerca de las piedras lo intriga. Tiene la impresión de que el pez quiere saltar hacia las piedras. Sonríe por la loca idea, hasta donde sabe, por los documentales de fauna animal, sería un acto suicida al exponerse a vararse fuera del elemento natural que lo sustenta.

El animal desaparece del campo visual, da por terminado el singular espectáculo, cuando de pronto, la loca idea se vuelve realidad. El tiburón salta sobre las piedras y él brinca como un resorte en dirección a la arena. Está estupefacto, no puede creer lo que ve, una masa negra y blanca arrastra al tiburón de vuelta al mar. El verdadero monstruo acaba de depredar al causante de sus pesadillas.