Así cantaba, Malón, el cocodrilo más tenebroso de la selva, el guardián del agua como él mismo se hacía llamar, al que los niños temían y por eso no se bañaban en el río; aunque el cocodrilo decía que no se bañaban, no por miedo, sino porque sabían que eran muy embusteros y hasta les decía:
     —Se pueden bañar los que no mienten, que nada les pasará.
     Pero ninguno lo hacía.
     Y un día, el niño más valiente, el más atrevido, el más forzudo, dijo:
     —¡Yo sí me baño!
     Y cuando llegó a la orilla del río y vio a aquel cocodrilo tan grande, tan hambriento, tan cocodrilo, con aquellos dientes tan largos y tan filosos, dijo:
     —¡Yo sí me baño! pero solo si uno de ustedes me vence luchando.
     Y salió la niña más veloz, la que corría como el aire porque sus pies no tocaban tierra, a la que le decían Centella, y al ver a aquel niño tan valiente, tan atrevido, tan forzudo, comentó:
     —Yo sí te venzo… pero primero alguien tiene que retarme a una carrera y ganarme.
     Y de la multitud apareció el más debilucho, el más escurrido, el más cobarde, y con miedo, dijo:
     —Yo-yo, sí te-te ga-gano, pe-pero tiene que haber al-alguien aquí más mie-miedoso que yo, que le tenga más mie-miedo que yo al co-codri-drilo, al forzu-zudo y a Cen-centella.
     Y como todos los que quedaban eran más miedosos porque no querían ver al cocodrilo, pelear con el forzudo ni correr con Centella, pues todo dijeron:
     —Nosotros, nosotros somos, gánale tú.
     Y como nadie hacía nada, ni Miedoso, ni Centella, ni Forzudo… Cocodrilo volvía a cantar:

     Pero nadie hacía nada y de pronto llegó el que mejor cantaba, el de voz de concierto, el que inspiraba, y cuando los niños lo escucharon se sintieron valientes y cantaron con él y juntos hicieron retumbar la selva.