A la deriva | Relato corto |

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Fotografía original de @fotorincon12

    Luigi, esperanzado en que regresaría, dedicó un último vistazo a su tierra poco antes de partir. Poco antes de la media noche el Sauce de Mar zarpó. Inmediatamente después de entrar en alta mar él se fue a su camarote. Allí solo había una litera, una ventana y un cubo que serviría para hacer sus necesidades, según se lo explicó quien sería su compañero de viaje, un hombre un poco mayor que él y con un solo ojo, llamado Constantino.

    Si bien parecía un tipo agradable, algo en el tuerto generaba desconfianza en Luigi. Su forma de reír, o el tono en el que contaba sus grandiosas, y muy probablemente falsas, hazañas heroicas, o quizá el hecho de que en todas sus anécdotas terminaba ebrio en riñas. A juzgar por la cicatriz que le sobresalía del parche, era evidente que perdió el ojo por una punzada, quizá fue una riña que perdió, o tal vez estas eran más inventos de un borracho lengua floja.

    Al cabo de unas horas despertó, ni siquiera se había dado cuenta de cuándo se quedó dormido. Constantino ya no estaba en la habitación y pronto descubrió que el dinero que llevaba consigo también desapareció.

    —Ese hijo de puta —masculló. Había sido tan estúpido como para dejarse robar por alguien que dio tantas advertencias.

    Saltó de su cama y salió en búsqueda del tuerto. Le daría una paliza apenas lo viera. «Le arrancaré el otro ojo» pensó. Sin embargo pronto captó su atención en los pasillos de la embarcación. Estos estaban particularmente vacíos y silenciosos. El bullicio y las personas en medio del camino, por alguna razón, ya no estaban.

    Se atemorizó más con el paso de los minutos. Caminó por cada rincón del barco pero no encontró a nadie. No tenía ni idea de qué ocurría. Se pellizcó para comprobar que no estaba muerto y que aquello era la antesala del purgatorio. Subió hasta la cubierta y comprobó que la noche seguía arropándoles. Las luces del Sauce de Mar funcionaban bien y aparentemente seguían moviéndose, aunque entre la negrura del espacio y el movimiento de las olas era imposible saberlo a ciencia cierta. Entonces escuchó a alguien: —¡Sal de ahí! —gritaba esa persona, desesperada y haciéndole señas — ¡Sal de ahí! ¡Sal de...

    Antes de que pudiera gritar por tercera vez, un gigantesco tentáculo bajó del cielo y le cubrió por completo. Luigi escuchó cómo los huesos del infortunado que le advirtió el peligro se quebraron ante la presión de lo que fuere que acababa de atraparle. Por un segundo se quedó pasmado, incrédulo de lo que acababa de ver. Volteó de nuevo la vista hacia el cielo, donde una forma circular, que emitía una vibración y elevaba las gotas de agua del mar, apareció cubriendo por completo al Sauce de Mar. Cuando otro de los tentáculos comenzó a bajar Luigi corrió, tan rápido como sus pies le permitieron.

    Corrió lo más que pudo dentro de toda la embarcación. Sentía que el tentáculo estuvo siempre a un segundo de atraparle, aunque en el par de veces que volteó hacia atrás no vio nada detrás de sí. En lo que le parecieron horas llegó hasta el piso más bajo, la sala de máquinas, allí no había otra persona viva, solo ataúdes. Tragó seco, sabía que ahí estaba su única oportunidad de sobrevivir. Abrió el cajón más cercano, levantó el cuerpo de una señora con ropajes finos, y se acostó abajo, dejando que el cadáver cayera sobre él. Como pudo, cerró la tapa del la urna.

    Por horas escuchó los tentáculos explorando el barco. Los oía cuando chocaban con el metal, o rompían puertas. Incluso oyó otro par de gritos. Se lamentó por quienes contaron con la misma suerte que el pobre desgraciado que le advirtió de la amenaza en la cubierta del barco; y pensó en un par de ocasiones en respirar aire fresco, pero más pudo su miedo, o quizá su sensatez y no se movió de allí hasta la mañana siguiente.

    Cuando su reloj indicó el mediodía salió, muerto de hambre y aterrorizado. Buscó comida y, por un día completo, a otro sobreviviente. Esto último sin éxito. A la deriva, solo y resignado, dedicó los días siguientes a entender cómo funcionaba el barco e intentar llevarlo a tierra firme.

XXX

Juan Pavón Antúnez

 

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Excelente relato, que irónico que un muerto salve a un vivo.

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