Amigo | Relato corto |

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Fotografía original de Pexels | Sarah Trummer

    El sol se ocultaría pronto. Necesitaba llegar a la guarida lo más rápido posible, de lo contrario ese sería su último día. Al paso que iba no podría lograrlo; comenzó a correr.

    En su mente repetía un sinfín de maldiciones, maldijo su terquedad y el haber perdido la noción del tiempo mientras registraba los polvorientos pasillos de un antiguo supermercado. Maldijo su estupidez por no reparar la bicicleta con la que generalmente salía y maldijo su suerte por haberse doblado el tobillo y, como consecuencia, no poder correr bien.

    Sentía a la muerte besando su nuca, un beso que regaba un escalofrío por todo su cuerpo, pero se negaba a entregarse a ella. Prevalecería su instinto de supervivencia por sobre todo, porque en el instante en el que dejamos de luchar por sobrevivir dejamos de ser humanos, quiso convencerse y continuó corriendo o, mejor dicho, cojeando. Sabía que la muerte no le acompañaba sola, ya casi oscurecía completamente y las criaturas de la noche de seguro comenzaban a salir.

    Tragó seco, intentó no pensar en ello y, con pistola en mano, siguió hasta que logró ver el refugio a la distancia, un sitio que en otrora fue la casa de un paranoico amigo suyo, lo suficientemente paranoico como para haber preparado un búnker en su propiedad.

    Solo en ese instante, al saberse que no moriría aquel día, sintió como si se hubiera deshecho del peso del mundo entero que cargaba en sus hombros. No obstante rápidamente algo lo alertó: no tenía dudas, el grotesco ser de piel marrón, de la especie a la que él simplemente se refería como criaturas de la noche, se alimentaba de algo, con las patas delanteras recargadas sobre el infortunado que cayó preso en ellas, y con las alas extendidas a todo dar, arrancaba trozos de carne de la presa.

    ¿Acaso era una persona? ¿Estaría viva aún? Desde hacía años que él no veía a otro ser humano, le destrozó saber que, de haber llegado unos segundos antes, quizá habría tenido, por fin, alguien con quien hablar. Volvió en sí, no podía distraerse, debía eliminar a la criatura de la noche. Guardó la pistola, y cargó el rifle que llevaba a espaldas. Se recargó en unas rocas, controló su respiración, apuntó y todo acabó en un disparo, certero. Por fortuna era uno joven, un adulto jamás moriría de un disparo. De inmediato se levantó y volvió a correr, aún con dolor en el tobillo; otras criaturas podrían estar cerca. Al pasar junto a la escena, vio de reojo el cadáver, abierto en el abdomen, de un perro grande; le causó una amarga gracia el pensar en que ya no recordaba cómo lucía un perro.

    Un sonido le hizo detenerse de golpe, apretó los dientes y regresó, fue hasta un arbusto cerca de donde estaban los dos cuerpos, apartó unos matorrales y encontró al pequeño cachorro, su llanto le advirtió de su presencia. Lo llevó consigo hasta el refugio e intentó darle de comer, pero este ignoraba los alimentos sólidos. El pensamiento de que aquel perro devorado seguramente era su madre le atosigaba.

    —La vida es dura, amigo —dijo. Se sentó en el suelo, en una mano cargaba un gotero que encontró en las reservas de medicinas y en la otra llevaba un vaso con agua y una cuchara; destapó un paquete de leche en polvo que cogió del estante para darle de tomar. A pesar de lo ocurrido, sentía cierta felicidad de poder hablar con alguien —. Al menos ninguno de los dos tendrá que estar solo.

 

XXX

¡Gracias por leerme!

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