Una vez tuve un sueño que tenía como escenario de fondo aquellas cumbres empinadas, y sus faces se encontraban coronadas con las tres lunas de Beliam, y su aspecto era parecido al de tres titanes jueces y severos. Era la noche más celeste de la ocasión, con susurros que provenían de un viento ascendente, y dicha corriente escapaba de la presencia de una harpía.

Carina deambulaba colina arriba hasta los pies de las cumbres, mientras llevaba en una mano su báculo que profesa las predestinaciones, y en la otra su libro mancillado y vetusto, el cual contiene las oraciones antiguas de una mente culta y enigmática. Sobre su cabeza había una lumbre circular que la acompañaba para alumbrar su camino, mientras se perdía en sus pensamientos como si estuviese en un hondo trance.

Los magos de las cinco regiones la habían condenado, lanzándola a una fosa plagado de ambientes paupérrimos. Su castigo se debió por hurtar los conocimientos de un antiguo pergamino que clamaba la llegada de seres extraños e informes. El dios de la vida; bestia cruel y despiadada, había descendido al mundo a través de una estrella caída, aterrizando en una de las zonas sagradas de Beliam.

Se dice que esta criatura tiene el don de otorgar la existencia, y a su vez, también la muerte, porque la substancia que emana de los cuerpos también puede causar el deceso, surgiendo en una nueva dirección y en un nuevo objetivo. Y si Carina encontraba la manera de invocar las habilidades de tan portentoso ser, sería libre de su castigo y así continuar con su demencia.

Quizás en mi sueño me vi vasto de horror y preocupación, y visualicé a Carina como la más peligrosa de todas las criaturas que moran en Beliam. Los signos del destino se agitaban sobre aquellas cumbres, al percibir la presencia de aquella hechicera decrépita acercándose. En un instante me vi ultrajado por perturbación, y me acerqué gracias a una fuerza extraña e invisible que me atraía hacia Carina.

Se posó en medio de las tres cumbres carrasposas, tomó su libro tan viejo como sus manos arrugadas y nudosas, y lo colocó a sus pies dejando expuesta una de sus páginas. Alzó sus manos hacia las tres lunas y evocó una lengua maldita y espeluznante. La bruma comenzó a caer abandonando su contención, y el frío se hizo presente junto al silbido agudo de las ráfagas.

Comencé a temblar de horror al ver que los relámpagos del horizonte, dejaban ver con destellos la figura sombría de un monstruo voluminoso más alto que cualquier montaña. Su ojos destellaban haces de luz escarlata mientras se movía de un lado a otro, acercándose a pasos agigantados y lentos mientras estremecía la tierra y la agrietaba.

Al instante en que las penumbras abandonaron su colosal cuerpo que lo vestían, se reveló ante mi vislumbro un ser más allá de los límites de mi comprensión. Sus ojos, como ya había dicho, eran como dos enormes rubíes relucientes, posados sobre un rostro atrofiado y arremolinado; como un ciclón, y su cuerpo parecía la superficie de una montaña empinada, desnivelada y vencida. Era el dios de la vida, quien en su forma más atroz, había sobrevivido al rechazo de miles de constelaciones.

Carina en una sonrisa de satisfacción, me miró a los ojos fijamente, saboreando mi miedo con una expresión perversa y achacosa, y fue después de ese momento cuando aquella gran criatura dejó caer una de sus inmensas extensiones sobre mí y, en un chasquido provocado por el suspenso, fue cuando desperté empapado en sudor.

Era un sueño nada más, o mejor dicho, una pesadilla. Recorrí el gran pasillo de la torre. Ascendí por las escaleras hasta llegar a la gran puerta con el sello de detención. Me asomé por una aldaba de plata y ojeé a la prisionera. Quería asegurarme de que ella no había escapado, sin embargo, al observarla, su mirada me causó terror. Me miraba de la misma manera en mi sueño antes de ser aplastado por aquella abominación.