Cráneos, pecados originales y rituales masónicos

Shakespeare se valió de uno, para hacer todavía más carismático, cuando no más metafísico, a ese inquieto personaje que fue Hamlet, príncipe de Dinamarca, cuando murmuraba, sobrecogido, esa frase que conoce todo el mundo, que no es, si no, la incógnita de toda cuestión trascendental: ser o no ser.

Antes que él, los celtas conservaban los cráneos de sus enemigos, que solían colocar en los dinteles de sus casas, considerando que en ellos habitaba el alma, negándoles de esa manera el acceso a la metempsícosis o reencarnación, que pudiera devolverles a la vida para continuar luchando contra ellos.

Observando estos cráneos de los primeros ancestros del hombre, que se custodian en las salas del Museo Arqueológico de Madrid, es difícil no recordar la carga simbólica de nuestros primeros padres, heredada de generación en generación, y pensar en el pecado original.

Y en base a ello, recordar, de paso, a algunas asociaciones masónicas, como la Gran Comandancia de Caballeros Templarios, fundada en 1802 por Thomas Smith Webb, curiosamente en Providence –lugar de nacimiento de aquél formidable creador de mitos cósmicos, que fue Howard Phillips Lovecraft- en cuyos rituales se utilizaban cráneos humanos, al parecer como rememoración de los pecados del mundo que recayeron, precisamente, sobre la cabeza del Salvador.

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