Felipe II y el Jardín de las Delicias

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Dicen que padeció gota desde los treinta y seis años; que fue portador de una sífilis hereditaria y que tuvo una agonía larga, horrible y muy dolorosa, en la que su cuerpo, terriblemente llagado, despedía hedores insoportables y putrefactos, más propios de los agujeros del Averno, que de unos aposentos austeros, aunque no obstante, regios. También se dice –aunque quizás, sus biógrafos de entonces fueran algo lisonjeros- que no sólo ordenó levantar el monasterio de San Lorenzo de El Escorial, siguiendo los patrones del famoso Templo de Salomón –en cuya construcción, intervinieron canteros de la misteriosa zona cántabra de la Trasmiera, cuyos descendientes todavía hoy continúan hablando ese lenguaje cifrado que tiene el curioso nombre de ‘pantoja’- y que además, eligió el lugar exacto –que por algo tenía fama de ser el más católico de los reyes, si bien, ninguna bliblioteca del mundo tuvo mejor y mayor colección de tratados de Ocultismo- que al decir de las malas lenguas y con posterioridad corroborado por el escritor contemporáneo Javier Sierra, se situaba encima, posiblemente a modo de exorcismo, de una de las muchas Puertas del Infierno existentes en el mundo.
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Aun a finales de agosto y principios de septiembre, no es difícil imaginar una noche tormentosa en El Escorial, dada la cercanía de esa imponente Sierra del Dragón –que tampoco los nombres son tan casuales, como parece- referencia que en la Edad Media se daba a la actual Sierra de Guadarrama. Imaginen entonces –aunque la Historia, quizás algún día nos corrija severamente, diciéndonos que esa noche en particular hacía un calor insoportable, porque quizás Pedro Botero había encendido las calderas del Infierno- que en la última madrugada del monarca, la tormenta, lejos de cesar, arrecia.
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Que la lluvia cae con una persistencia y una fuerza inauditas y que las gotas de agua se deslizan sinuosas por el cristal de la ventana, como si fueran serpientes dióscuras –tal honor, por ejemplo y tradición, el escritor Howard Phillips Lovecraft, se lo hubiera concedido a los terribles chotacabras de los impenetrables bosques de Massachussetts- que pretendiesen traspasar el umbral de la habitación, débilmente iluminada por las titilantes llamas de los candelabros, para hacerse con el alma del moribundo monarca, cuyo singular –por no decir, incomprensible- deseo durante su espantoso tránsito, no era otro que seguir contemplando –¿con el ansia con la que en la vejez nos contemplamos en el espejo, esperando inútilmente ver al joven vital y comemundos que una vez fuimos?- cierta obra en particular, de un incomprensible maestro.
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Yerran, mis estimados lectores, si piensan en el Greco –aunque fuera cierto que en esta noche de tormenta en la que pretendo que se sitúen, el cielo pinte sin duda alguna sus colores de luto y caos- pintor al que en el fondo despreciaba y que tal vez –sólo digo, tal vez- se refugió en Toledo, huyendo de sus bárbaras y célebres insatisfacciones reales. Olviden momentáneamente, pues, a ésta bizantina sombra venida de los huertos homéricos de la marginada Hélade y piensen en un pintor, cuya ‘locura’ posiblemente le hubiera librado de las suspicacias y los terribles castigos de la Santa Madre Inquisición, incapaz de ver en sus pinturas algo más que una sempiterna confrontación de alegorías, donde vicios y virtudes dirimen sus diferencias en los acuartelamientos de lo imposible: Hyeronimus Bosch, el Bosco. Al fin y al cabo –el rey calla y por lo tanto, otorga- incluso los inquisidores admitían en la locura la mano de Dios. ¿Y acaso, no era también un Loco ese singular Arcano Mayor del Tarot, generalmente representado con un cero, un círculo, el símbolo que determinaba, sin principio ni final, lo perfecto, lo eterno y por lo tanto a Dios, en la Edad Media, cuyo simbolismo estudiara a escondidas en la sección prohibida de su inefable biblioteca, aún en contra de los consejos del padre Benito Arias Montano, una de las pocas personas en las que realmente confiaba?.
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El cuadro, posiblemente no se llame así en estos imperiosos momentos en los que Felipe –que todavía en su lecho de muerte, recuerda con amargura -¿o quizás maldice?- que las malas artes de John Dee, el mago y astrólogo oficial de la reina Isabel I de Inglaterra -¡Dios castigue siempre a la pérfida Albión!- habían reventado a su Armada Invencible frente a los acantilados de Dover- lo observa con inaudita fijación desde su cama, torturando su alma con los latigazos penitentes del remordimiento, que la hacen temblar y exudar ectoplasmas de conmiseración –siquiera sea, de manera metafórica- de la misma, brutal y desgarradora forma en la que el cilicio que a sí mismos se aplican los ‘picaos’ de San Vicente de la Sonsierra en Semana Santa, abren surcos en sus cuerpos, de los que mana la sangre a borbotones, como la fuente central de la obra: el Jardín de las Delicias.
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Allí, en el centro, sentado en un trono similar al suyo –si exceptuamos su amada silla de piedra, que tal vez fuera un antiguo altar precristiano donde hubieran aplacado su sed deidades ctónicas como Ataecina, la Cibeles celtíbera y desde donde contemplaba con ojo avizor los avances de su imitación salomónica- el mismo Diablo, con cabeza de pájaro y ojos sin emoción, posiblemente cansados de mirar sin ver –como siglos después diría un poeta, que no tuvo mejor suerte- devoraba a los penitentes como si fueran simples migajas de pan. O más allá, pero no tan lejos como para liberarse de su magnética influencia, quizás la bella Francesca de Rímini, devorando el corazón de su amante con fuego pasional incontenible, el mismo que les había llevado a ambos a vagar por un infierno del que salió incluso aturdido el mismo Dante, en su visita acompañado por el alma del poeta Virgilio.
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¿Piensa, en esos momentos, al ver los ojos impasibles de la lechuza, posados en los suyos con dolosa determinación, en el ojo ciclópeo de la Dama Pimentel, esa Princesa de Éboli, a la que deseó fervorosamente y a la que, consumada la traición del pérfido escribano, mandó emparedar de por vida en el interior de su espléndido palacio de Pastrana?. ¿Piensa, quizás, al ver esa cohorte desenfrenada que cabalga a lomos de engendros iracundos, en la flor y nata de unos Tercios, finalmente desangrados en los estercoleros de Flandes?. ¿Entiende lo que ve o simplemente cree entenderlo, porque una voz interior -¿eres tú, fiebre maldita?- le dice que en realidad, se está contemplando a sí mismo?.
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‘¿Qué ve, Felipe, tu ojo atónito?. ¿Qué la palidez de tu rostro?. ¿Ves ante ti los monstruos y fantasmas del infierno?. Diríase que pasaste los lindes y entrastes en las moradas del Tártaro...

Vídeo Relacionado:

AVISO: Tanto el texto, como las fotografías que lo acompañan, como el vídeo que lo ilustra (excepto la música, reproducida bajo licencia de Youtube) son de mi exclusiva propiedad intelectual y por lo tanto, están sujetos a mis Derechos de Autor.
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6 comments
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Excelentes imágenes y excelente relato el que has hecho, @juancar347! El jardín de las delicias es tal vez una de las obras más simbólicas del arte y rica en interpretaciones. Recuerdo que en mi época juvenil estuve muy cercana a la literatura erótica y todas las expresiones que este tema tuviera en las artes. Y por una cosa y otra, me topé con esta pintura de el Bosco. Despertó en mí algo de morbo con respecto a lo grotesco. Aun todavía, mientras leo y veo las fotografías, me pregunto qué podía estar pasando por la cabeza del pintor, qué juego se dio en su imaginación para crear esta obra de arte? Excelente trabajo, amigo, y bonita noche para ti

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Ese hombre era alguien muy especial, en mi opinión. Yo creo que era uno de esos afortunados 'navegantes del inconsciente', que se nutría directamente de los arquetipos, independientemente de su faceta de crítico insuperable de su época. El Bosco es y continuará siendo un gran enigma. Tengo mucha documentación sobre él, libros escritos por los mejores expertos en el tema y te puedo asegurar, que todavía nadie ha dicho la última palabra. Tampoco nadie ha sabido contestar, porque lo que he relatado es histórico, por qué, precisamente de todos los cuadros que de él tenía, éste en particular le obsesionaba a Felipe II, hasta el punto de querer expirar contemplándolo. Todo, personajes, trama, ilusiones (en el cuadro Las tentaciones de San Antonio, que tuve ocasión de ver en una exposición celebrada en Madrid, en diciembre de 2019, una pareja de zorros sujetaba en su hocico una filacteria que precisamente ponía esa frase: 'todo es engaño'), era una visión realmente caricaturesca y apocalíptica de la sociedad. Pero en fin, como Leonardo, como William Blake, como Gaudí o como Poe y Lovecraft, creo que Jerónimo Bosch fue otro iluminado nacido prematuramente. Abrazos

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Gracias!

El Bosco, en mi pais Pais Bajo, se llama "Hieronymus Bosch" pero nací "Jeroen van Aken" (Aleman = Aachen). Vivió en Den Bosch y es asi que usó Bosch o Bosco !!

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Cierto, estimado amigo. Aparte de Hieronymus Bosch, soy un apasionado de la pintura flamenca de los siglos XIV a XVI. Ocurre que Bosch, por sus peculiaridades, se diferenciaba y mucho del resto. Y es curioso, pero tuvo muchos, muchísimos imitadores. Algunos tan buenos, que durante años ha habido obras erróneamente atribuidas al Maestro de s'Hertogenbosch. De ellas, tenemos varias en el Museo Lázaro Galdiano de Madrid. Y por supuesto, la mayor colección, creo, en nuestro Museo del Prado. Un afectuoso saludo

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Cierto, estimado amigo. Aparte de Hieronymus Bosch, soy un apasionado de la pintura flamenca de los siglos XIV a XVI. Ocurre que Bosch, por sus peculiaridades, se diferenciaba y mucho del resto. Y es curioso, pero tuvo muchos, muchísimos imitadores. Algunos tan buenos, que durante años ha habido obras erróneamente atribuidas al Maestro de s'Hertogenbosch. De ellas, tenemos varias en el Museo Lázaro Galdiano de Madrid. Y por supuesto, la mayor colección, creo, en nuestro Museo del Prado. Un afectuoso saludo

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