Puede que sea verdad y la fuerza de la melancolía sea como esa metafórica máquina del tiempo que conduce a su portador al catatónico destino de viajar siempre contra corriente, buscando satisfacción a sus espirituales cuitas, en ese lugar insondable, donde cierto poeta situó las nieves de antaño.

Es curioso, pero la melancolía es algo que no suele figurar en las cartas astrales, ni tampoco formar parte de los métodos de predicción, que como prevención de una de las más peligrosas enfermedades del alma, no parece contar con un plan de detección precoz que palie, en parte, los desastrosos efectos que suele producir, sobre todo en aquellas almas inocentes destinadas a destacar, más tarde que pronto, en esa veleidosa disciplina, que es el Arte en general y la pintura en particular.

Dicen –e incluso él estaba convencido de ello- que Vincent nació con el estigma de la melancolía y que ésta, como hace la rémora con el tiburón, fue su amante más fiel y nunca se separó de él.

Ese huésped incómodo, ese vampiro de almas, al que en la Edad Media se referían como el Demonio Meridiano, fue para Van Gogh, algo más que juez y parte: fue la espada de Damocles que no se separó de él, ni siquiera en sus imprevistos momentos de pasajera felicidad.

Momentos, de los que destacan dos elementos en particular: la irrefrenable seducción que parecían ejercer sobre él los girasoles y ese otro influjo, quizás mucho más genético e imposible de ignorar, que son las estrellas.

Sobre todo, teniendo en cuenta, que en ambos casos, para él representaban una de las metáforas más sobresalientes que existen sobre la vida: su fugacidad.

Puede que por ello y desde luego, a su manera, Vincent viviera, en esa noche estrellada en la que se divorció para siempre de la melancolía, su Carpe Diem particular: el instante de su mayor y paradójicamente, último esplendor.

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