Tazones y voto al Diañu

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No hay nada como las tretas del azar, o quizás como esa consabida manía que dicen las malas lenguas que tiene el Diablo de matar moscas con el rabo cuando se aburre, para conseguir que algunos episodios de esa metafórica Señorita Rotenmeyer que es la Historia, se despoje por un momento de la férrea influencia de las Tres Parcas –Inflexibilidad, Rectitud y Aburrimiento- para que algunos de sus menos conocidos episodios se conviertan –Tachín, Tachín, como diría el mago macarra Juan Tamariz- en un maravilloso episodio, similar, en el fondo, al de Don Quijote y los molinos de viento.
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Dicen les asturianes –y votu al Diañu que yé verdad- que allá por el año de 1517 –cuando Maricastaña todavía lucía palmito en las tabernas de los caminos y en el imperio español no se ponía el sol- que en las costas del antiguo Concejo de Maliayo –la actual Villaviciosa o si lo prefieren, esa venerable comarca que todavía continúa siendo, pese a los recortes y ese pozo sin fondo en que se ha convertido la variante de Pajares, el primer importador mundial de ese soma sagrado de origen celta, que es la sidra- quiso, bien el Destino bien el Diablo –tanto monta, monta tanto- que la embarcación donde viajaba el barbilampiño y habgsburguisimo Carlos con la intención de desembarcar en el puerto cántabro de Santoña, acercarse hasta la Corte como quien da un paseo por el campo y ser nombrado, de paso –va por Usted, Maestro Aute- Imperator Primero de España y Quinto de Alemania –libre de Merkel, gracias a Dios- se viera involucrada en una shakespiriana tempestad y terminara arribando tropecientas millas más allá, en un tranquilo, encantador pero escarmentado pueblecito de hombres que se juegan cada día la vida saliendo a la mar a pescar peixín, de nombre Tazones.
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Dado que en Tazones, por aquélla época no había aduana y las órdenes militares –salvo el Císter, hermano no armado de los templarios, que levantó la iglesia de Santa María en lo alto del pueblo para dedicarse en exclusividad al ora et labora- estaban más ocupadas en gestionar las tierras reconquistadas al moro, la Ley y el Orden dependían poco más o menos de los vecinos, pues los justicias reales, como es de todos bien sabido, siempre destacaban por su habilidad zorruna en husmear en gallineros ajenos, menos en proteger los suyos propios.
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En definitiva: que en época en la que el turco y el moro actuaban como corsarios, con o sin el consentimiento y bandera de la Pérfida Albión –y si no, léanse el Persiles de Cervantes- los vecinos de Tazones, al ver su pequeña playa invadida por una nao que en aquélla época debió de parecerles como el porta-aeronaves Príncipe de Asturias, se conjuraron, como en Fuenteovejuna y todos a una estuvieron a punto de mandar al Habgsburgo y su séquito de vuelta a Alemania a nado.
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Lo curioso del tema, es que en la escollera de Tazones, hay un cartel, pintado a mano, que dice, textualmente: ‘prohibido cagar’.

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Y añaden, con encantadora malicia, que fue en ese punto preciso donde el peripuesto Carlos y sus hombres de confianza se jiñaron –acción involuntaria de abrir esfínteres y consentir la libre expresión de su majestad el vientre- antes de que estuvieran a punto de ser molidos a palos.
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En honor a la verdad, por fortuna no llegó la sangre al río, seguramente porque Dios tenía planes de que por mediación de Carlos, el mundo tuviera el más católico de los reyes en la figura de Felipe II. ¡Y que viva el Bable!.
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AVISO: Tanto el texto, como las fotografías que lo acompañan, son de mi exclusiva propiedad intelectual.
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